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LIBRO  SEGUNDO

2° Parte

 

 

“La Carta de Belicena Villca”

 

 

Trigesimoséptimo Día

 

Nos acercamos, Estimado Dr. Siegnagel, al desenlace de la historia de Felipe IV, es decir, al momento en que fracasan los planes de la Fraternidad Blanca, desarrollados durante los setecientos años anteriores por los Golen.

Ya indiqué por dónde habría de comenzar la Estrategia del Rey iniciado: Ocupación del espacio real y Cercado. A continuación se debía eliminar el enemigo interno para salvaguardar la Mística nacional, que es el efectivo campo de acción de la Función Regia. Los conceptos de la Sabiduría Hiperbórea que he expuesto en los últimos Días, y que de manera análoga fueron asimilados por Felipe IV en el Siglo XIII, permitían acceder a un punto de vista estratégico diferente, desde el cual los actos de su reinado adquirían su verdadero sentido. Felipe IV recibe la Corona de Francia en 1285: hereda de Felipe III, en ese momento, el desastre militar de la Cruzada contra Aragón y la obligación contraída por el Reino de investir a su hermano Carlos con las Coronas de Pedro III. Pero a Felipe IV no interesa continuar la contienda y sólo se limita a parar los golpes de audacia  de los aragoneses, que, envalentonados con sus triunfos, realizan periódicas incursiones y desembarcos en territorio francés. La paz de Tarascón, concertada en 1291, y el tratado de Anagni de 1295, ponen término a la desafortunada campaña y eclipsan la esperanza papal Golen de acabar con la influencia de las Casas de Suabia y Aragón sobre los asuntos de Italia.

¿A qué se debió aquel cambio político de la Casa de Francia? A la aplicación del principio del Cerco y a la comprensión de la verdadera naturaleza del Enemigo: Felipe IV, aunque los aragoneses, al igual que todos en su tiempo, tardasen en advertirlo, era más gibelino que Pedro III; jamás podría ser Aragón el enemigo esencial de un Rey de la Sangre Pura como Felipe el Hermoso: a lo sumo sería un caballeresco adversario, otra Nación luchando por imponer su Mística. Por eso Aragón no figuraba en la lista de los seis enemigos principales del Reino de Francia.

Al aplicar el principio del Cerco, Felipe IV determina inmediatamente las fronteras estratégicas de Francia: hacia el Este, el país termina en la orilla del Rin; hacia el Norte, en el Océano Atlántico y el Canal de la Mancha; y rumbo al Oeste, los Pirineos señalaban el límite del Reino de Aragón. Para Felipe IV, y para sus instructores Domini Canis, era estratégicamente erróneo intentar expandirse a costa de Aragón, una Nación dotada de poderosa Mística, sin haber aplicado previamente el principio de la Ocupación en el territorio propio: de allí el fracaso de la Cruzada. En consecuencia, dedicaría un gran esfuerzo diplomático a pactar la paz con Aragón, cosa que efectivamente lograría, como se adelantó, en un Congreso celebrado en Anagni en 1295. Con las manos libres, el Rey acometería la empresa de expulsar a los ingleses del territorio francés.

 

La Guyena era la provincia de Francia más extensa después del Languedoc; de su capital, Burdeos, procedía Bertrand de Got, un Señor del Perro que fue Papa bajo el nombre de Clemente V y de quien se hablará más adelante. Pero aquel enorme Ducado se encontraba en poder de Eduardo I Plantagenet desde 1252, aunque rodeado por los Condados franceses de Poitou, Guyena y Gascuña, y el Reino de Navarra, cuyo Rey era también Felipe IV. La oportunidad de ocupar las plazas inglesas de Guyena la brindaría un conflicto entre marinos ingleses y normandos en el puerto de Bayona en 1292. Los Corsarios ingleses se apoderaron de una escuadrilla francesa y saquearon La Rochele: nada más necesitaba el francés para tomar numerosas plazas fuertes y castillos e intentar cerrar el cerco. Dos años después, Inglaterra y Francia estaban trabadas en una guerra naval encarnizada.

  La guerra contra el Enemigo exterior inglés no sólo significaba un cambio de frente de la política francesa sino que además aportaba un buen pretexto para iniciar la reforma administrativa del Reino. Esta reforma, largamente planeada por los legistas Domini Canis, debía comenzar necesariamente con la separación financiera de la Iglesia y el Estado: esencialmente, habría que controlar las rentas eclesiásticas, que habitualmente se giraban a Roma fuera de toda fiscalización. Paralelamente, se sancionaría un sistema impositivo que asegurase la continuidad de las rentas reales. El pretexto consistía en la autorización que los Papas habían con-cedido a Felipe III y Felipe IV para gravar con un diezmo las rentas de la Iglesia de Francia a fin de costear la Cruzada contra Aragón: si bien en 1295 la paz con Aragón estaba concertada, un año antes estallaba la guerra con Inglaterra dando ocasión a Felipe de proseguir con las exacciones. Aquello no era legal; sin embargo pronto lo sería merced a una ley real de fines de 1295 que imponía al clero de Francia la contribución forzosa de un “impuesto de guerra” sobre sus rentas.

Antes de ver la reacción de la Iglesia Golen, merece un comentario aparte la actitud que había asumido el Papa Golen Martín IV cuando puso en entredicho los Reinos de Pedro III: en ella se aprecia claramente el gran odio que alimentaba hacia la Casa de Suabia. El caso es que aquel imponente ejército, que Felipe III llevó hasta Cataluña, no sólo se financió con el diezmo de la Iglesia de Francia: Martín IV suspendió la Cruzada que por entonces planeaba Eduardo I de Inglaterra a Tierra Santa, para derivar contra Aragón el diezmo del clero inglés. Pero además gastó íntegras las sumas con que Cerdeña, Hungría, Suecia, Dinamarca, Eslavonia y Polonia, habían contribuido para auxiliar a los Cristianos de Palestina. Esperando vanamente los socorros de Europa, las plazas de Oriente no tardarían en caer en poder de los sarracenos: en 1291, San Juan de Acre, el último bastión cristiano, cedía frente al Emir de Egipto Melik-el-Ascraf. De esta manera, dos siglos después de la primer Cruzada, y dejando ríos de sangre tras de sí, concluía la existencia del Reino Cristiano de Jerusalén. La Orden del Temple, sin la necesidad ya de simular el sostenimiento del “ejército de Oriente”, quedaba libre para dedicarse a su verdadera misión: afirmarse como la primera potencia financiera de Europa, mantener una milicia de Caballeros como base de un futuro ejército europeo único, y propiciar la destrucción de las monarquías en favor del Gobierno Mundial y la Sinarquía del Pueblo Elegido.

Luego de las muertes de Martín IV y Felipe III, el Papa Honorio IV prosiguió otorgando diezmos a Felipe el Hermoso con la esperanza de que éste diese cumplimiento a la Cruzada contra Aragón. Igual criterio adoptaría Nicolás IV, desde 1288 hasta 1292, que era partidario de los angevinos pese a pertenecer a una familia gibelina; no obstante, favoreció a la familia Colonna, nombrando Cardenal a Pedro Colonna; fundó la Universidad de Montpellier, donde enseñaría leyes Guillermo de Nogaret; y puso bajo la jurisdicción directa del Trono de San Pedro a la Orden de los Franciscanos menores; la caída de San Juan de Acre le produjo gran consternación y publicó una Cruzada para enviar socorro a los Cristianos e intentar la reconquista; se encontraba trazando esos planes cuando falleció a causa de una epidemia que diezmó la ciudad de Roma. Al morir aquel Papa, que representaba una alentadora promesa en los proyectos del Rey de Francia, los Cardenales huyeron en su mayoría hacia Rieti, en Perusa, dejando abandonada la Santa Sede por más de dos años: durante ese intérvalo el solio pontificio quedaría vacante. Aparentemente, los doce Cardenales, seis roma-nos, cuatro italianos, y dos franceses, no lograban ponerse de acuerdo para elegir a un nuevo Papa, pero, en realidad, la demora obedecía a una hábil maniobra de Felipe IV y los Señores del Perro.

Los Golen habían favorecido la presencia francesa en Italia porque tenían a la Casa de Francia por incondicionalmente güelfa: jamás previeron que de su seno saldría un Rey gibelino. Tal confianza se vio recompensada en principio por la terrible represión que Carlos de Anjou descargó sobre el partido gibelino y los miembros de la Casa de Suabia. Y estos “servicios” tuvieron el efecto de aumentar la influencia francesa en los asuntos de Roma. Felipe IV sabría aprovecharse de esa situación para preparar secretamente la resurreción del partido gibelino. Sus principales aliados serían los miembros de la familia Colonna, y el cardenal Hugo Aicilin, quienes se comunicaban con él por medio de Pierre de Paroi, Prior de Chaise, que era Señor del Perro y agente secreto francés: a todos se les habían ofertado ricos Condados franceses a cambio de apoyo en el Sacro Colegio. El apoyo consistía, desde luego, en impedir que fuese elegido un Papa Golen o, en el mejor de los casos, nombrar un domínico.

              La de los Colonna era una familia de nobles romanos que durante varios siglos tuvieron mucho peso en el Gobierno de Roma y en la Iglesia Católica. Poseían una serie de Señoríos en la región montañosa que va desde Roma a Nápoles, de suerte que casi todos los caminos hacia el Sur de Italia pasaban por sus tierras. En esos días, había dos Cardenales Colonna: el anciano Jacobo Colonna, patrono de la Orden de los Franciscanos Espirituales, y su sobrino, Pedro Colonna. El hermano mayor de Pedro, Juan Colonna, en el mismo período, fue Senador y Gobernador de Roma. Ocioso es decir que esta familia constituía un Clan poderoso, que formaba partido con otros Señores, Caballeros y Obispos; tal partido se hallaba enfrentado, con mucha fuerza, contra el segundo Clan importante, el de los Orsini o Ursinos, quienes eran decididamente güelfos y estaban controlados por los Golen. Ambos grupos dominaban a los restantes Cardenales que debían decidir en la elección papal; hasta ese momento, las posiciones se hallaban empatadas, optando los Colonna por trabar todos los intentos de los Golen y proponer, a su vez, a miembros de su propio Clan.

              Pero la Iglesia Católica era en esa Epoca, una organización extendida por todo el Orbe, poseedora de miles de Iglesias y Señoríos vasallos que canalizaban hacia Roma cuantiosas sumas de dinero y valiosas mercancías; su administración no podía quedar mucho tiempo a la deriva. Así las cosas, luego de dos años y tres meses de discusiones, la situación se tornó lo suficientemente insostenible como para exigir la elección sin más dilaciones. Entonces, visto que no iba a surgir acuerdo para nombrar Papa alguno de los Cardenales presentes, se conviene en designar a un no purpurado. Los dos grupos piensan en un testaferro, un Papa débil cuya voluntad pueda ser dirigida en secreto. Y entonces, el 5 de Julio de 1294, se alcanza la unanimidad de los votos, optando todos por Pedro de Murrone, un Santo ermitaño de ochenta y cinco años que vivía retirado en una caverna de los Abruzos.

              Los Franciscanos Espirituales, dirigidos por Jacobo Colonna, habían retomado la antigua tradición monástica inspirados en la Regla de San Francisco y en la visión apocalíptica de Joaquín de Fiore. Treinta años antes, Pedro era guía de varias comunidades de Franciscanos Espirituales, mas, no satisfecho aún con el extremo rigor de la Orden, fundó la suya propia, que luego sería recordada como la “Orden de los Celestinos”. Sin embargo, pese a que los monasterios Celestinos se extendían continuamente por la región de los Abruzos y la Italia meridional, Pedro se había retirado a una cueva del Monte Murrone para dedicarse a la vida contemplativa; se hallaba en aquel retiro cuando tuvo noticias de su nombramiento para el cargo de Papa: dudaba sobre la conveniencia de aceptar pero fue convencido por Carlos II el Cojo, hijo de Carlos de Anjou, quien, liberado de la prisión catalana reinaba entonces en Nápoles. Al fin, Pedro aceptó la investidura papal y tomó el nombre de Celestino V: toda la cristiandad saludó alborozada la entronización del Santo, de quien esperaban que pusiese freno al materialismo y la inmoralidad reinante en la jerarquía eclesiástica y abriese la Iglesia a una reforma espiritual. Se entiende pues, que para los Colonna, y para Felipe IV, aquella elección tuviese sabor a triunfo.

              Pero Pedro de Murrone carecía de toda instrucción y de los cono-cimientos necesarios para administrar una institución de las dimensiones de la Iglesia Católica; su única experiencia de gobierno provenía de la conducción de pequeñas comunidades de Frailes. Además, al Santo no le interesaban esos asuntos mundanos sino las cuestiones relativas a la religión práctica: la evangelización, la oración, la salvación del Alma. Delegó, así, en los Cardenales, y en un grupo de Obispos legistas, las cuestiones temporales, formándose un entorno corrupto e interesado que en cuatro meses sumió a la Iglesia en un gran desorden económico.

              Los Golen, como es lógico, también esperaban controlar a Pedro de Murrone; confiaban sobre todo en el Rey de Nápoles, a quien Pedro profesaba especial afecto: suponían que Carlos II no respaldaría las intrigas de su primo Felipe el Hermoso y proseguiría la política güelfa de Carlos de Anjou; con la ayuda del Rey sería fácil conseguir que el Papa sancionase como propias las medidas propuestas por Ellos. Y contaban, aparte, con un sorprendente secreto: un Cardenal, Benedicto Gaetani, procedente de una familia gibelina y abiertamente enrolado en la causa de Francia, era uno de los suyos. Este Golen, Doctor en Derecho Canónico, Teólogo y experto en Diplomacia, se situaría cerca del Santo sin despertar las sospechas de los Colonna, contra quienes alimentaba en su interior mortales deseos.

              Conviene destacar ahora dos de los cambios introducidos por Celestino V  a instancias de Carlos II. Aumentó el número de Cardenales nombrando otros doce, la mayoría italianos y franceses, y restableció la ley del Cónclave, que obligaba a reemplazar los miembros vacantes del Sacro Colegio. Y confirió a los Franciscanos Espirituales la autorización para funcionar independientemente de la Orden de Frailes menores. Tales disposiciones favorecieron la influencia francesa en la Iglesia y al partido de los Colonna.

 

              Los Golen no llegarían a controlar a Celestino V. Y con el correr de los meses cayeron en la cuenta que la guerra entre Francia e Inglaterra no sólo fortalecía a Felipe IV sino que amenazaba con paralizar los planes de la Fraternidad Blanca. No había tiempo ya para sutilezas: urgía acabar con el Santo y colocar en su lugar un Papa Golen, un hombre capaz de imponerse a aquel Rey imberbe que se atrevía a desafiar a las Potencias de la Materia: desde el Trono de San Pedro, cuyo dominio Ellos habían ejercido casi ininterrumpidamente durante setecientos años, presentarían a Felipe IV una oposición como no se veía desde los días de Enrique IV, Federico I y Federico II. Sin embargo, no se atrevían a asesinar a Celestino por las repercusiones que ese hecho pudiese tener sobre el pueblo de Italia, que se hallaba impresionado con las virtudes espirituales del Papa. Surgió así la idea de convencer al Santo de que su Pontificado no convenía a la Iglesia, necesitada de un Papa que se ocupase de llevar adelante otros asuntos importantes aparte de los religiosos, como ser los administrativos, legislativos, jurídicos, y diplomáticos. El portavoz de esta idea, y quien ofrecía el asesoramiento legal para concretar la renuncia, era el Cardenal Benedicto Gaetani.

              Aquellas presiones hacían dudar a Celestino, pero podían más los consejos de quienes le solicitaban que permaneciese en su puesto pues la Iglesia requería de la Santidad de su presencia. Al acercarse los cinco meses de su reinado, Benedicto Gaetani llega a recurrir a la burda trama de comprar a su ayuda de cámara y hacer que se instalase desde el piso superior, un tubo portador de voz que daba atrás del Cristo del Altar, en una Capilla a la que Celestino concurría diariamente para orar: la voz que surgió de “Jesus”, dijo: “Celestino, descarga de tu espalda el feudo del papado, pues es peso superior a tus fuerzas”. En principio, el Santo lo tomó por aviso del Cielo, mas luego fue alertado sobre la patraña. Empero, se acercaba la fiesta navideña y Celestino se disponía a retirarse a un monasterio solitario de los Abruzos para orar en soledad, según era su costumbre de toda la vida. Por consejo del Rey de Nápoles, decide designar tres Cardenales facultados con amplios poderes a fin de que actuasen en su nombre durante las cuatro semanas de ausencia: fue entonces que un Cardenal Golen acusó al Papa de realizar una acción ilegal. La Iglesia, le dijo, no podía tener cuatro esposos, la dignidad papal no era delegable hasta ese punto. Esto decidió al Santo a renunciar, más asqueado por las intrigas que se desenvolvían en torno suyo que por el peso de los argumentos esgrimidos.

              Pero renunciar a la investidura papal, no es lo mismo que abdicar a una investidura real. En el Derecho Canónico vigente hasta entonces, la posibilidad no estaba contemplada y nunca se había presentado un caso desde que San Pedro nombrase sucesor suyo a San Lino, en el siglo I. Por el contrario, el Derecho Canónico afirmaba que la investidura era vitalicia, pues su aceptación tenía el carácter de un enlace matrimonial entre el Papa y la Iglesia, el cual era dogmáticamente indisoluble. Para salvar esta insalvable dificultad, los Cardenales canonistas Bianchi y Gaetani recurrieron a un pueril razonamiento lógico: el Derecho Canónico rige y formaliza la conducta de los Papas, pero, por sobre el Derecho Canónico, está el Papa mismo, el Vicario de Jesucristo; a él le corresponde el derecho evidente de modificar con su palabra infalible toda ley y todo dogma; incluido el tema de la renuncia a la investidura papal. El 13 de Diciembre de 1294, cinco meses y nueve días después de haber sido entronizado, Celestino V firmaba la Bula redactada por los canonistas de Benedicto Gaetani, en la que se confirmaba el derecho del Papa a renunciar si profundos y fundados cargos de conciencia, como por ejemplo, el creer que su modo de conducir la Iglesia podría redundar en graves daños para ella o, simplemente, la convicción de no ser apto para el cargo, lo justificaban. Acto seguido, se quitó la tiara, las sandalias de San Pedro y el anillo, y dimitió a su alto cargo.

              El 29 de Diciembre de 1294 el Cónclave eligió al Cardenal Benedicto Gaetani, natural de Anagni y miembro de las nobles familias que habían dado a la Iglesia los Papas Alejandro IV, Inocencio IV y Gregorio IX: tomó el nombre de Bonifacio VIII. Pedro de Murrone, que además de santo tenía fama de poseer el don de la profecía, antes de partir le hizo la siguiente advertencia: “Os habéis encaramado como un zorro, reinaréis como un león, y moriréis como un perro”.

              Sobre la legalidad de su actitud se suscitaron las más enconadas polémicas entre los canonistas, que duraron siglos, pues una opinión generalizada desde antiguo sostenía que a la investidura papal no podía renunciarse por ninguna decretal. Esta opinión, que compartían muchos teólogos y canonistas de Italia y Francia, era sostenida también por el pueblo, que seguía considerando a Celestino V como el legítimo Papa. Temiendo un cisma los Golen deciden eliminar a Pedro de Murrone: Bonifacio VIII lo hace prender en una cueva de las montañas de San Angel, en Apulia, adonde se había retirado, y lo confina en la Fortaleza de Fumona, en Campania; en Mayo de 1296 sería asesinado y su cuerpo enterrado a cinco metros de profundidad.

 

 

 

 

Trigesimoctavo Día

 

 

 

 La célebre querella de las investiduras, entablada entre Gregorio VII y Enrique IV, entre la Espada sacerdotal y la Espada volitiva, sería renovada ahora por Bonifacio VIII y Felipe IV: pero donde antes había triunfado la primera, ahora se impondría la segunda, con todo el peso que puede descargar la Verdad Absoluta sobre la mentira esencial. Los tiempos habían cambiado y no se trataba ya de un enfrentamiento entre el Sacerdote del Culto y el Rey de la Sangre, en el cual el primero llevaba las de ganar porque dominaba la Cultura a través de la Religión y la Iglesia organizada mientras que el segundo carecía de la orientación estratégica necesaria para hacer valer el poder carismático de la Sangre Pura. Con Felipe IV los Golen se hallaban frente a un Rey Iniciado que se oponía en el plano de las Estrategias, vale decir, en el contexto de la Guerra Esencial: el Sacerdote del Culto y el Pacto Cultural, contra el Rey de la Sangre y el Pacto de Sangre; la Cultura sinárquica contra el modo de vida estratégico; el Papa Golen Bonifacio VIII y el concepto teocrático del Gobierno Mundial, contra el Rey de la Sangre Pura Felipe IV y el concepto de la Nación Mística; los planes de la Fraternidad Blanca contra la Sabiduría Hiperbórea. Sí, Dr. Siegnagel, esta vez la querella se planteaba en el plano de dos Estrategias Totales, y su resolución implicaría la derrota total de uno de los adversarios, es decir, la imposibilidad de cumplir con sus objetivos estratégicos. Mas, como se trataba de la Estrategia de las Potencias de la Materia contra la Estrategia del Espíritu Eterno, representadas por Bonifacio VIII y Felipe IV, no sería difícil predecir quién saldría vencedor. Ello fue mejor sintetizado por Pierre Flotte, un Señor del Perro que era ministro de Felipe el Hermoso: cuando Bonifacio VIII afirmó: “Yo, por ser Papa, empuño las dos Espadas”, él le respondió: “Es verdad, Santo Padre; pero allí donde vuestras Espadas son sólo una teoría, las de mi Rey son una realidad.”

 

              Ya en Octubre de 1294 se reúnen numerosos sínodos provinciales franceses para tratar sobre la ayuda que el Rey reclamaba a fin de solventar la guerra contra Inglaterra. Muchos aprueban la transferencia, durante dos años, de un diezmo extraordinario, pero la mayoría de las Ordenes hacen llegar su protesta al Vaticano. Y aquí puede decirse que comienza una de las divisiones más fecundas en el seno de la Iglesia: los Obispos franceses, en gran número, van siendo ganados por la Mística nacional, y se sienten carismáticamente inclinados a apoyar a Felipe el Hermoso; por otra parte, la Iglesia Golen, representada en Francia por las Ordenes benedictinas, esto es, la Congregación de Cluny, la Orden Cisterciense y la Orden Templaria, se oponen furiosamente a las pretensiones de Felipe IV: es el Abad de Citeaux quien eleva a Bonifacio VIII los reclamos más virulentos, luego de la asamblea general de 1296 en la que se compara a los “Obispos serviles”, que aceptan pagar impuestos, con los “perros mudos” de la Sagrada Escritura, en tanto que al Rey se lo equipara al Faraón. Aquella diferencia, que por entonces estaba bastante acentuada, fue dividiendo en dos bandos a la Iglesia de Francia. En el bando del Rey, se alineaban los Obispos nacionalistas, algunos de los cuales eran Señores del Perro, aunque la mayoría se componía de simples patriotas que temían en el fondo un enfrentamiento con la Santa Sede: a ellos no los descuidaría Felipe IV, asegurándoles en todos los casos la protección real contra cualquier represalia que sus conductas les pudiesen ocasionar; también la Universidad de París, la más prestigiosa escuela de Derecho Canónico de Europa, se hallaba dividida: allí, aparte de la cuestión de la reforma impositiva, se debatía aún sobre la legalidad de la elección de Bonifacio VIII, siendo muchos los canonistas que consideraban a Celestino V como el verdadero Papa. Las siguientes medidas de Felipe IV, y los movimientos estratégicos de los Domini Canis, tenderían a consolidar la unidad de este bando, a aglutinarlos en torno del Rey de la Sangre, y a oponerlos a Bonifacio VIII.

              En el otro bando, el de la Iglesia Golen propiamente dicha, encabezada por Bonifacio VIII, se agrupaban los enemigos de la Nación Mística, es decir, los partidarios del “Enemigo exterior e interior”, las Ordenes Golen y su núcleo secreto: el Colegio de Constructores de Templos. Para Felipe IV, y así sería expuesto en el proceso a los Templarios, desde tales Sociedades Secretas se elaboraba un complot destinado a debilitar a las monarquías en favor de un Gobierno Mundial. Contra este bando satánico, aún lo suficiente-mente poderoso como para intentar la última defensa de los planes de la Fraternidad Blanca, Felipe IV debía golpear con toda la fuerza de su Espada Volitiva, tratando a la vez de que el golpe respondiese a la Más Alta Estrategia Hiperbórea.

              Bonifacio VIII no pierde más tiempo. Decide aplicar sobre el Rey de Francia, y en forma extensiva a todo aquel que osase imitarlo, el prestigio universal de la Iglesia Católica. De este prestigio surge el principio de obediencia a la autoridad papal, la que hasta entonces nadie osó desobedecer sin sufrir graves penas en su condición religiosa, cuando no castigos de orden más concreto. El llamado a una Cruzada para salvaguardar la Religión Católica convocaba las más fervorosas adhesiones, ponía en movimiento miles de fieles; y sólo se trataba de un mandato papal, de una orden obedecida por respeto a la Santa Investidura de su emisor. ¿No sería, acaso, el momento justo para aplicar aquel prestigio sobre ese reyezuelo rebelde, que se atrevía a interferir en los planes centenarios de la Iglesia Golen? Pero Bonifacio VIII no tomaba en cuenta, al evaluar la fuerza de aquel prestigio, la reciente pérdida de Tierra Santa, ni la frustrada Cruzada contra Aragón, ni la presencia aragonesa en Sicilia, ni la extrema debilidad que la guerra contra la Casa de Suabia había producido en el Reino alemán, ni la casi inexistencia del Imperio, salvo el título que aún se otorgaba a los Reyes alemanes, etc. Nada de esto tomó en cuenta y decidió pulsear a Felipe IV mediante la bula Clericis laicos del 24 de Febrero de 1296.

              En ella se prohibía, bajo pena de excomunión, a todos los príncipes seglares demandar o recibir subsidios extraordinarios del clero; los clérigos, por su parte, tenían prohibido pagarlos, salvo autorización en contrario de la Santa Sede, bajo la misma pena de excomunión. Se llegaba así al absurdo de que un Obispo corría el riesgo de ser excomulgado, no sólo por caer en herejía, sino también por pagar un impuesto. No se le escapará, Dr. Siegnagel, las connotaciones judaicas que hay detrás de tal mentalidad avara y codiciosa.

              La reacción de Felipe IV fue consecuente. Reunió en Francia una asamblea de Obispos para debatir la bula Clericis laicos, en la que acusó a quienes la obedeciesen de no contribuir a la defensa del Reino y ser, por lo tanto, pasibles del cargo de traición: el Derecho romano se oponía, ya, al Derecho canónico. Envió algunos Obispos leales y ministros a Roma a tratar la cuestión con el Papa, mientras secretamente alentaba a los Colonna para que fortaleciesen al partido gibelino. Pero, además de tomar estas medidas, hizo algo mucho más efectivo: el 17 de Agosto promulgó un edicto por el que se prohibía la exportación de oro y plata del Reino de Francia; otro edicto real prohibía a los banqueros italianos que operaban en Francia aceptar fondos destinados al Papa. De este modo el Papa quedaba privado de recibir las rentas eclesiásticas procedentes de la Iglesia de Francia, incluidos sus propios feudos.

              Bonifacio VIII, desde luego, no esperaba semejante golpe por parte del Rey francés. Felipe IV había expuesto la nueva situación al pueblo mediante bandos, libelos y asambleas convocadas al efecto; y la había expuesto hábilmente, de modo que la Iglesia de Roma aparecía como indiferente frente a la necesidad de la Nación francesa, como interesada solo egoístamente en sus rentas: mientras la Nación debía movilizar todos sus recursos para afrontar una guerra exterior, se pretendía que aceptase pasivamente, “bajo pena de excomunión”, que el clero derivase importantes rentas hacia Roma. Estos argumentos justificaban ante el pueblo y los estamentos el edicto real, y predisponían a todos contra la bula papal: en forma unánime se solicitaba a Felipe IV desobedecer la Clericis laicos, cuyo contenido, según los legistas seglares, era manifiestamente perverso pues obligaba al Rey a faltar a las leyes de su Reino. Para Bonifacio VIII, cuyo amor por el oro iba parejo con su fanatismo por la causa Golen, la privación de aquellas rentas significaba poco menos que una mutilación física, máxime cuando se tenían noticias de que el Rey inglés Eduardo I estaba imitando las medidas de Felipe en cuanto a exacción de diezmos eclesiásticos, y ahora se aprestaba a desobedecer también la Clericis laicos y a incautarse de la totalidad de las rentas de la Iglesia. Se comprenderá mejor el dolor de Bonifacio VIII si observamos los montos de las rentas en cuestión: Italia aportaba 500.000 florines oro en diezmos papales; Inglaterra 600.000; y Francia, que venía reteniendo una parte destinada a la Cruzada contra Aragón, 200.000. Se trataba de un filón al que por nada del mundo se podía renunciar.

              ¿Para qué necesitaba Bonifacio VIII tales cantidades? En parte para financiar la guerra con la que pensaba romper el cerco gibelino que se estaba desarrollando en Italia, donde aún quedaba pendiente la cuestión siciliana; y en parte para enriquecerse él y su familia, ya que Benedicto Gaetani estaba dotado con perfección de los rasgos del ambicioso ilimitado, del trepador inescrupuloso, del tirano corrupto; valgan estos ejemplos: cuando accedió al papado anuló inmediatamente las leyes y decretos de Nicolás IV y Celestino V que beneficiaban a los Colonna, transfiriendo los títulos en favor de sus propios familiares; del Rey Carlos II obtuvo para su sobrino el título de Conde de Caserta y varios feudos; para los hijos de éste, los de Conde de Palazzo y Conde de Fondí; para sí mismo, se apropió del viejo palacio del Emperador Octaviano, convertido entonces en la Fortaleza militar de Roma, al que restauró y reedificó magníficamente, empleando para ello dinero de la Iglesia; igual procedimiento siguió con otros castillos y fortalezas de Campania y Maremma, todos los cuales pasaron a integrar su patrimonio personal; poseía palacios, a cual más bello, en Roma, Rieti y Orvieto, sus residencias habituales, aunque el más bello y lujoso era sin dudas el de su ciudad natal de Anagni, donde pasaba la mayor parte del año; vivía pues en un ambiente de lujo y esplendor que en nada condecía con su condición de cabeza de una Iglesia que exalta la salvación del Alma por la práctica de la humildad y la pobreza; carecía de escrúpulos para conceder cargos y favores a cambio de dinero, es decir, era simoníaco; colocaba el dinero, suyo o de la Iglesia, indistintamente, en manos de los banqueros lombardos o Templarios para ser prestado a interés usurario; carecía de toda piedad cuando de alcanzar sus fines se trataba, cualidad que demostró de entrada al hacer asesinar a Celestino V, y confirmó luego con las sangrientas persecuciones de gibelinos que desató en Italia; y para completar este cuadro de su siniestra personalidad, quizá baste con un último ejemplo: como todo Golen, Bonifacio VIII era afecto a la sodomía ritual.

              Por supuesto, así como los Golen no habían dispuesto de un Rey de la talla de Felipe IV para oponer a éste, tampoco disponían de un San Bernardo para sentar en el solio pontificio: Benedicto Gaetani era lo mejor que tenían y a él confiaban la ejecución de su Estrategia. Y la mejor Estrategia parecía ser, frente a la dureza y valentía de Felipe IV, la de retroceder un paso y prepararse para avanzar dos. Con otras palabras, se procuraría calmar al Rey atemperando el sentido de la bula Clericis laicos, cosa que intentaría con otra bula, Ineffabilis amor, del 21 de Septiembre de 1296, y se dedicarían todos los medios disponibles por la Iglesia para acabar con la amenaza gibelina en Italia y Sicilia; y en cuanto al pretexto de la guerra con Inglaterra, esgrimido por el Rey de Francia para justificar sus exacciones, se lo neutralizaría obligando a las partes a pactar la paz; pura lógica: sin guerra, el Rey no tendría motivos para exigir impuestos ni contribuciones al clero.[1]

              A Ineffabilis amor le siguen las bulas Romana mater ecclesia y Novertis, en las que ora amenaza al Rey con la excomunión, ora le manifiesta su total aprobación de los diezmos, siempre y cuando el Reino se hallase realmente en peligro; pero lo que se destaca en todas ellas es la soberbia con que se dirige al Rey, a quien considera un mero súbdito. Estas bulas levantarían una ola de indignación en Francia, puesto que eran leídas públicamente por orden del Rey, y predispondrían aún más a los Obispos franceses contra la intransigencia papal. Son ellos quienes se reúnen en una asamblea en París y solicitan al Papa, el 1 de Febrero de 1297, la autorización para subvencionar a Felipe IV, que enfrenta en ese momento la traición del Conde de Flandes. Este, en efecto, se había aliado al Rey de Inglaterra, que intentaba recuperar la Guyena, y amenazaba el Norte de Francia. Bonifacio VIII debe ceder ante los hechos y autorizar las contribuciones, quedando Clericis laicos en letra muerta.

              En Abril de 1297, Bonifacio envía a París a los Cardenales Albano y Preneste portando una nueva bula: en ella ordena a los monarcas en conflicto establecer una tregua de un año mientras se pacta el tratado de paz definitivo; la negociación estaría a cargo del Papa. Felipe los recibe, pero antes de permitir que lean el rescripto hace la siguiente advertencia: –“Decid al Papa que es nuestra convicción que sólo al Rey corresponde mandar en el Reino. Que Nos somos el Rey de Francia y no reconocemos competencia de nadie por arriba nuestro para intervenir en los asuntos del Reino. Que el Rey de Inglaterra y el Conde de Flandes son vasallos del Rey de Francia y que Nos no aceptamos otro consejo que la Voz del Honor para tratar a nuestros súbditos”.

              La bula fue leída, pero Felipe no respondió hasta Junio de 1298, cuando la suerte de las armas le era adversa ante las fuerzas unidas de Inglaterra y Flandes. Entonces aceptó el arbitraje de Bonifacio VIII pero no en calidad de Papa, sino sólo como “Benedicto Gaetani”: de esta manera evitaba admitir la jurisdicción papal en las cuestiones del Reino.

              A todo esto, la polémica sobre la legitimidad de Bonifacio VIII continuaba más viva que nunca. En Francia, los Señores del Perro se encargaban de actualizar el debate, mientras que en Italia la agitación corría por cuenta de los Colonna: la preferencia por Bonifacio VIII o Celestino V se había transformado allí en sinónimo de güelfo o gibelino. Los Colonna, recibiendo ayuda secreta de Felipe IV, y aliados ahora al Rey Fadrique de Sicilia, hijo de Pedro III de Aragón y Constanza de Suabia, se presentaban en la óptica del Papa como los candidatos más firmes para una vendetta Golen. Sólo necesitaban una oportunidad, y ésta se presentó cuando el encono de Esteban Colonna lo llevó a asaltar una caravana papal que transportaba el tesoro pontificio desde Anagni a Roma. Esteban Sciarra Colonna no había obrado con intención de robo sino con la certeza de rescatar los bienes de la Iglesia que estaban en poder de un usurpador; por eso condujo el tesoro a la luz del día a su Castillo de Palestrina.

              El escarmiento que Bonifacio VIII aplicaría a los Colonna, y a los gibelinos, sería ejemplar, aunque característico de la mentalidad Golen. Primero presentó al pueblo de Roma el acto de Sciarra Colonna como un crimen incalificable, por el que responsabilizó a toda su Estirpe: –“El Cardenal Pedro es el Jefe de los gibelinos y tanto él como el Cardenal Jacobo fueron los culpables de que la elección papal se retrasara dos años en Perusa. Ahora, otro miembro de esa familia osa alzarse contra la autoridad del Papa, la más elevada del Universo, y se atreve a robar su tesoro: ese linaje maldito debe ser proscripto de la Iglesia”. En vano fue que los Cardenales Colonna proclamasen la ilegalidad de Bonifacio VIII, que aportasen en favor de sus acusaciones las dudas que la Universidad de París sostenía sobre la renuncia de Celestino V, o que solicitasen la formación de un Concilio General de la Iglesia para expedirse sobre el caso: en menos de un mes, y con la aprobación del Sacro Colegio, los Cardenales Jacobo y Pedro son ex-comulgados y depuestos, así como Juan Colonna y sus hijos, Agapito, Jacobo y Esteban Sciarra. Además de apartarlos de la Iglesia y del cristianismo, en la bula se ordena confiscar sus bienes, propiedades y títulos. Naturalmente, los Colonna se resisten y Bonifacio les responde publicando una Cruzada: quienes participen de ella obtendrán las mismas dispensas que si hubiesen ido a Tierra Santa.

              Al paso de los cruzados las matanzas de gibelinos se renuevan en toda Italia. El Castillo de Sciarra, en Palestrina, es tomado y, por orden de Bonifacio, reducido a escombros, la tierra arada y cubierta de sal. Sciarra y el resto de los Colonna deben huir a Francia, completamente arruinados. Poco después les toca el turno a los Franciscanos Espirituales: según otra bula, el Santo Oficio encontraba herética sus doctrinas y ordenaba la disolución de la Orden.                      

 

             

 

 

Trigesimonoveno Día

 

 

 

 Sólo en 1299 conseguiría Felipe el Hermoso acabar la guerra con Inglaterra. La tregua acordada por Benedicto Gaetani se fue desenvolviendo morosamente sin que las Naciones en pugna cediesen sus intenciones de reanudar la contienda. Finalmente, mediante el tratado de Montreuil, se puso término a la misma gracias a condiciones propias de la Epoca: Eduardo I, Rey de Inglaterra, se casaría con Margarita, hermana de Felipe IV, en tanto que Eduardo II, hijo del inglés, se comprometía con Isabel, niña de cuatro años que era la única hija del francés; Isabel llevaría como dote el Ducado de Guyena pero los ingleses no pisarían por el momento el territorio francés. Al año siguiente, Felipe ocupa con sus tropas el Condado de Flandes y cierra el Cerco estratégico.

              Corre el año 1300, pues, cuando Felipe el Hermoso completa los dos primeros pasos del modo de vida estratégico desde la Función Regia: ha realizado el principio de la Ocupación del territorio del Reino y ha aplicado el principio del Cerco; y los campos se preparan para la explotación racional de la Agricultura y la Ganadería. La Estrategia Hiperbórea alcanza entonces su más alto grado de desarrollo y casi no existe poder sobre la Tierra capaz de oponerse al Rey de la Sangre y la Nación Mística. Ha sonado la hora del Estado carismático, en el que Rey y pueblo son una sola Voz y una sola Voluntad. La detención del Obispo de Pamiers, que desencadenará la última reacción de Bonifacio VIII, mostrará claramente la existencia real del Estado carismático.

              Bernard de Soisset, Obispo de Pamiers era en realidad un espía Golen. Se le había encomendado la misión de investigar en el Languedoc la existencia de una Sociedad Secreta a la que presuntamente pertenecerían los consejeros de Felipe el Hermoso. Luego de paciente trabajo, llegó a una asombrosa conclusión: “efectivamente, existía una impía conspiración contra la Iglesia Golen; en ella confluían los Cátaros, que reaparecían sorprendentemente organizados, los Franciscanos Espirituales, recientemente excomulgados, y algunos miembros de la Orden de Predicadores, especialmente españoles; las disputas entre inquisidores y herejes eran a todas luces simuladas y se advertía fácilmente que atrás del complot estaba la mano de Felipe el Hermoso, quien protegía personalmente a todos los imputados”. Antes de ser descubierto por los Señores del Perro, y ser detenido y acusado de Alta Traición, el Obispo de Pamiers alcanzó a enviar su informe a Bonifacio VIII quien exigió al Rey de Francia su inmediata libertad. Ello no era posible sin correr el riesgo de que se conociesen más detalles sobre los Domini Canis, de modo que se lo acusó formalmente de estar involucrado en un plan sedicioso al servicio de la Corona de Aragón. Iba a ser juzgado por un tribunal civil, lo que estaba en total contradicción con el Derecho canónico, que prohibía a los Obispos comparecer ante los tribunales seglares.

              La necesidad de contar con el Obispo de Pamiers para obtener testimonio contra Felipe el Hermoso, y el desafío que significaba en aquella Epoca el enjuiciamiento civil de un Obispo, causaron la ira de Bonifacio VIII. Su respuesta sería la bula Ausculta fili, despachada a Francia en Diciembre de 1301, junto con otras de menor importancia. En ella, Bonifacio criticaba violentamente la reforma jurídica y administrativa al Rey: “Volved, mi hijo muy amado, al sendero que lleva a Dios, y del cual vos os habéis apartado, ya sea por vuestra propia culpa o por la instigación de consejeros malévolos. Sobre todo, no os dejéis persuadir de que no tenéis un superior y de que vos no estáis sujeto al Papa, que es el jefe de la jerarquía eclesiática. Una opinión semejante es insensata, y quien la aliente es un infiel ya segregado del rebaño del Buen Pastor”. Aquellos “consejeros malévolos”, desde luego, no serían otros que los Domini Canis. A continuación, Bonifacio expresa que, con el fin de considerar los desórdenes causados por la mala conducta de Felipe, y hallarles justo remedio, convoca a todos los Obispos a un Concilio en Roma para Noviembre de 1302: durante el mismo, el Rey, al que se invita a comparecer, será enjuiciado por sus “delitos” y llamado a la corrección. Felipe IV, por supuesto, no sólo que no se presentaría, sino que prohibiría a los Obispos abandonar Francia sin su consentimiento.

              Los “delitos” que se imputaban al Rey en Ausculta fili hoy nos parecerían perfectamente soberanos: se lo acusaba de “haber cambiado el sistema monetario”; de “crear impuestos hasta entonces desconocidos”; de “gravar las rentas que la Iglesia de Francia remitía a Roma”; de “imponer a sus súbditos fronteras nacionales”; etc. Copias de esta bula fueron leídas y quemadas públicamente en toda Francia, generando un movimiento popular de indignación contra el despotismo teocrático del Papa.

              Como adelanté, Dr. Siegnagel, con Ausculta fili se presentó la oportunidad de exhibir la Nación Mística, con esa nueva estructura del Estado que pacientemente habían creado los legistas Domini Canis. Esa demostración se realizó exactamente el día 10 de Abril de 1302, en la Catedral de Notre Dame de París, y puede considerarse como la primera Constitución del moderno Estado francés. Allí se reunieron representantes de todas las provincias francesas, razón por la que se denominó “de los Estados Generales” a aquel congreso. Pero lo realmente nuevo consistía en los Tres Ordenes que componían la Asamblea; vale decir, los representantes de la Nobleza, del Clero, y de las Ciudades. Estos últimos, presentes por primera vez en un Consejo presidido por el Rey. Hay que situarse en aquel momento del siglo XIV para apreciar en su verdadera dimensión la innovación que significaba incluir junto a Nobles y Eclesiásticos a representantes de la clase plebeya; y ello no como un “derecho democrático”, arrancado por la fuerza a Tiranos sangrientos o a Reyes débiles, sino por el reconocimiento real de que el pueblo participa de la soberanía, tal como afirma la Sabiduría Hiperbórea. Naturalmente, en el tercer Orden, estaban representados los distintos estratos que integraban el pueblo de la Nación Mística: principalmente la nueva y pujante burguesía, formada por comerciantes, mercaderes y pequeños propietarios; los gremios de artesanos y constructores; los campesinos libres, etc.

              Destacada actuación en la organización de aquella primera Asamblea de los Tres Ordenes les cupo a los Señores del Perro, especialmente a los tres nombrados, Pierre Flotte, Robert de Artois y el Conde de Saint Pol. Pierre Flotte habló al parlamento en nombre del Rey, y sus palabras aún se recuerdan: –“El Papa nos ha enviado cartas en las que declara que debemos someternos a él en cuanto al gobierno temporal de nuestro Reino se refiere, y que debemos acatar no sólo la corona de Dios, como siempre se ha creído, sino también la de la Sede Apostólica. Conforme a esta declaración, el Pontífice convoca a los prelados de este Reino a un Concilio en Roma, para reformar los abusos que él dice han sido cometidos por nosotros y nuestros funcionarios en la administración de nuestros Estados. Vosotros sabéis, por otra parte, de qué modo el Papa empobrece la Iglesia de Francia al otorgar a su arbitrio beneficios cuyas recaudaciones pasan a manos extranjeras. Vosotros no ignoráis que las iglesias son abrumadas por demandas de diezmos; que los metropolitanos no tienen ya autoridad sobre sus sufragáneos; ni los Obispos sobre su clero; que, en una palabra, la corte de Roma, reduciendo a nada el episcopado, atrae todo hacia sí; poder y dinero. Hay que poner coto a estos desmanes. Os rogamos, por lo tanto, como Señores y como Amigos, que nos ayudéis a defender las libertades del Reino y las de la Iglesia. En lo tocante a nosotros, no dudaremos, de ser necesario, en sacrificar por este doble motivo nuestros bienes, nuestra vida y, de exigirlo las circunstancias, la de nuestros hijos”. La posición de Felipe el Hermoso fue apoyada en forma colectiva por los Estados Generales.

              Los Nobles y las Ciudades suscribieron sendas cartas en las que rechazaban con duros términos las acusaciones contra el Rey y denunciaban, a su vez, la intención del Papa de convertir al Reino en un feudo eclesiástico; las cartas fueron enviadas, no al Papa, sino al Sacro Colegio. Además, juraron defender con su sangre la independencia de Francia y declararon que, en relación a los asuntos del Reino, nadie había más Alto que el Rey, ni el Emperador ni el Papa. Los Cardenales, desde luego, desecharon considerar los cargos “por el modo descortés de referirse al Papa”; pero las relaciones se iban envenenando cada vez más. Durante la Asamblea, se habían hecho públicos los más atroces crímenes atribuidos a Bonifacio VIII: usurpación de investidura papal, asesinato, simonía, herejía, sodomía, etc; y aquella falta de autoridad moral, de quien pretendía erigirse en Soberano Supremo, fue divulgada en todos los rincones del Reino por los publicistas de Felipe el Hermoso. El pueblo estaba entonces con su Rey y no reaccionaría adversa-mente frente a cualquier iniciativa que tuviese por finalidad limitar las ambiciones de Bonifacio VIII.

              En cuanto a los Obispos, se encontraban con el siguiente dilema: si concurrían al Concilio, serían considerados “enemigos personales” del Rey; podrían ser acusados de traición y, tal como le ocurriera al Obispo de Pamier, juzgados por tribunales civiles. Mas, si no asistían, serían excomulgados por Bonifacio VIII. No obstante, pese a las terribles represalias que había prometido el Papa para los que no acudieran a Roma, la mayoría de los Obispos estaban de parte del Rey, a quien consideraban como un representante más digno de la Religión Católica: sólo los Golen y los espías de Felipe IV irían en Noviembre al Concilio; es decir, sólo irían 36 sobre un total de 78 Obispos franceses. Pero antes del Concilio, el 11 de Julio de 1302, un desgraciado suceso vino a enlutar la Corte Mística de Felipe el Hermoso: para sofocar la sublevación general que se había desatado en Flandes, Felipe envía un poderoso ejército de Caballeros, el que resulta aniquilado aquel día en la batalla de Courtrai; y en el campo de batalla quedan para siempre el invalorable Pierre Flotte, Robert de Artois, y el Conde de Saint Pol, tres Señores del Perro cuya actuación fue principal factor del éxito de la Estrategia de Felipe IV. Inmediatamente son pro-movidos otros Domini Canis aún más temibles que los tres difuntos: Guillermo de Nogaret, Enguerrand de Marigny y Guillermo de Plasian.

              Durante el Concilio no se toma ninguna resolución contra Felipe IV pues, como en la fábula, no existiría ningún ratón dispuesto a colocarle el cascabel al gato. Sin embargo, la furia de Bonifacio no tiene límites cuando le informan que en Francia se han confiscado los bienes de los Obispos presentes y se les ha promovido un juicio por alta traición. Así, el 18 de Noviembre publica la bula Unam Sanctam, que sería considerada como la más completa exposición jurídica jamás realizada en favor del absolutismo papal y sacerdotal. Imposibilitados de tomar otras medidas más efectivas contra Felipe el Hermoso, los Golen intentan entablar una polémica jurídica sobre el tema del “poder espiritual” y el “poder temporal”; por eso Bonifacio vuelve a insistir una vez más con la analogía de las Dos Espadas: la táctica consiste en conseguir que se acepte, como un silogismo, la verdad de que la Espada espiritual está por encima de la Espada temporal; admitido esto, se sigue con la identificación del Papa con la Espada espiritual y del Rey con la Espada temporal: la conclusión, evidente y lógica, es que el Rey se debe someter al Papa pues con ello se cumple “la Voluntad de Dios”. La idea no era nueva, pero ahora se la elevaba a Dogma oficial de la Iglesia y su rechazo explícito implicaría el pecado de herejía.

              Recordemos, Dr. Siegnagel, las principales conclusiones de la bula. Para empezar, afirma la existencia de una sola Iglesia, negando la reciente acusación de los Domini Canis de que, dentro de la Iglesia Católica, existe una Iglesia Golen, herética y satánica, de la cual Bonifacio VIII sería uno de los jefes; de allí el nombre de la bula: Unam Sanctam Ecclesiam... En esta única Iglesia “estamos obligados a creer porque fuera de ella no hay salvación ni perdón de los pecados”. Y esta única Iglesia es análoga a un cuerpo orgánico, en el cual la cabeza representa a Jesucristo y, también, al Papa, el Vicario de Jesucristo: “Por tanto, en esta sola y única Iglesia hay un solo cuerpo, una sola cabeza, y no dos cabezas como las que tiene un monstruo; a saber: Jesucristo y el Vicario de Jesucristo, Pedro y los sucesores de Pedro, son la cabeza de la Iglesia”. “Por esto, las Espadas espiritual y temporal están sujetas al poder de la Iglesia; la segunda debe ser usada para la Iglesia, y la primera por la Iglesia; la primera, por el Sacerdote; la segunda, por mano de los Reyes y Caballeros, pero a voluntad y conformidad del Sacerdote”. “Una espada, sin embargo, debe estar supeditada a la otra, y la autoridad temporal al poder espiritual”. El Rey no debe inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia, así se trate de lo relativo a sus rentas, pues si tal hace comete un grave error, interfiere con el “poder espiritual”, y el Papa está obligado a juzgarlo y llamarlo al orden, sin que, por el contrario, exista nadie sobre la Tierra que pueda juzgar al Papa: “Vemos esto claramente en la aportación de diezmos, tanto en la glorificación como en la santificación, en la recepción de ese poder y en el gobierno de las cosas. Porque, como la verdad testifica, el poder espiritual debe instituir y juzgar el poder terrenal, de no ser éste correctamente ejercido”. “Por tanto, si el poder terrenal yerra, puede ser juzgado por el poder superior; pero si en verdad yerra el poder supremo, éste sólo puede ser juzgado por Dios, no por hombre alguno”.

              Vale decir, que todas las acusaciones contra Bonifacio VIII expuestas durante la Asamblea de los Estados Generales, y transcriptos en las cartas a los Cardenales, carecen de valor por provenir de quienes no tienen capacidad espiritual para juzgar los actos del Papa: sólo Dios puede hacerlo. Y creer lo contrario es manifiesta herejía: “Por tanto, quienquiera se resista a este poder así ordenado por Dios, se resiste a la ley de Dios, a menos que pretenda la existencia de dos principios, como los maniqueos... Por lo que declaramos, decimos y definimos que es enteramente necesario para la salvación, que todas las criaturas humanas estén sujetas al Sumo Pontífice Romano” (“Porro Subesse Romano Pontifici, omni humanae creaturae declaramus, decimus et diffinimus omnino esse, de necessitate salutis”). El guante estaba lanzado a la cara del Rey de Francia; y se advertía claramente, en las palabras de la bula, la intención de excomulgarlo.

 

              En los siguientes cuatro meses, Felipe el Hermoso y los Domini Canis celebran varias reuniones secretas. El prestigio de Bonifacio VIII ha caído más bajo que nunca en Francia, luego de la bula Unam Sanctam: es el momento, proponen los Señores del Perro, de deponer al Papa; una vez decapitado el Dragón Golen, será más fácil faenar su cuerpo. Empero, el argumento de la ilegitimidad de su investidura no cuenta con el respaldo unánime de la Universidad de París, requisito necesario para fundamentar el reclamo o la imposición de una nueva elección papal. Cobra fuerza, en cambio, la idea de presentar una acusación de herejía: la herejía, según el Derecho canónico, es causal de destitución del Papa y cuenta con antecedentes históricos. Claro que para probar semejante acusación, y derivar de ello la sustitución del Papa, se requeriría el marco de un Concilio general. Felipe IV se dispone entonces a forzar la convocatoria a un Concilio que juzgue la conducta “herética” del Papa: confía en hacer valer, allí, el número de sus obispos nacionales. Los Señores del Perro lo acompañarán instrumentando una campaña de denuncias de herejía contra Bonifacio VIII, como modo de influir moralmente sobre los Obispos y, también, sobre los Nobles y las Ciudades. Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plasian, se ofrecen para oficiar de acusadores, siendo elegido el primero para desempeñar una misión secreta en Italia, lo que no le impediría iniciar la campaña de acusaciones “rogando públicamente al Rey que defienda a los cristianos de la maldad de Bonifacio VIII”, y el segundo para acusar públicamente al Papa.

              El 12 de Marzo de 1303, Guillermo de Nogaret, ante el Consejo de Ministros del Rey, lee y firma un manifiesto, el que enseguida es copiado y publicado en todo el Reino. Decía así: “El glorioso príncipe de los apóstoles, el bienaventurado Pedro, hablando en nombre del Espíritu, nos dijo que, al igual que en los tiempos pasados, así en los que han de venir, surgirán falsos profetas que habrán de empañar el camino de la verdad, y quienes, en su codicia, y por medio de sus engañosas palabras, traficarán con nosotros, siguiendo el ejemplo de ese Balaam que se satisfacía con el premio de la iniquidad. Para imponer sus castigos y hacer oír sus amenazas, Balaam contaba con una criatura bestial que, dotada de habla humana, proclamaba los desatinos del falso profeta... Estas cosas, que fue-ron anunciadas por el Padre y patriarca de la Iglesia, las vemos ahora con nuestros propios ojos realizadas letra por letra. En rigor a la verdad, allá está sentado en la silla del Bendito Pedro ese maestro de embustes, que a pesar de ser Maléfico (Malfaisant) en toda forma posible, es llamado aún Benéfico (Boniface). El no entró a través de la puerta, en el redil de Nuestro Señor como pastor y labrador, sino más bien como asaltante y ladrón… Pese a estar vivo el verdadero esposo de la Iglesia, Celestino V, osó agraviar a la esposa por medio de abrazos ilegítimos. El verdadero esposo no tuvo participación en este divorcio. De hecho, según dicen las leyes humanas, Nada más opuesto al consentimiento que el error… No puede casarse quien, mientras el digno esposo vive, ha mansillado el matrimonio con el adulterio. Ahora bien; como todo lo que se perpetúa contra Dios es un agravio y una injuria que se comete contra todos, y en lo que a un delito tan grande atañe, el testimonio del primero que llegue tiene que ser recibido, aunque sea el de la esposa, aunque sea el de una mujer infamante. –Yo, por consiguiente, al igual que la bestia que, mediante el poder de Dios fue dotada con la Voz de un hombre verdadero para que reprobase los desatinos del falso profeta, que llegó hasta a maldecir a la gente bendecida, dirijo a vos mi súplica, el más excelente de los príncipes, nuestro Señor Felipe, por gracia de Dios Rey de Francia, de que después del ejemplo del ángel que mostró la espada desnuda a ese maldiciente del Pueblo Elegido, vos, que habéis sido ungido para cumplir la justicia, habréis de oponer la espada a este otro y más fatal Balaam, e impedirle consumar el daño que está preparando contra el pueblo”.

              El daño consistía en la excomunión del Rey y la liberación de todos los cristianos franceses de cumplir con el juramento de fidelidad, con lo que el Reino quedaría en entredicho y podría ser conquistado legítimamente por aquel que el Papa autorizase: tales los planes que preparaba Bonifacio VIII y que los espías de Felipe IV le informaban periódicamente. Por otra parte, como efecto del manifiesto de Nogaret, no se tomó ninguna medida oficial, pero pronto el pueblo empezó a referirse al Papa como “Maléfico VIII, lo que explica por qué los gascones gozan en Francia de la misma fama que en España tienen los andaluces.

 

 

 

 

Cuadragésimo Día

 

 

 

El 13 de Junio de 1303 se celebra una Asamblea de Estados Generales en el Louvre, presidida por el Rey. En ella se renuevan las denuncias contra Bonifacio VIII y se plantea formalmente la necesidad de convocar a un Concilio que lo condene y nombre un nuevo Papa. Los Nobles, las Ciudades, y los Obispos nacionalistas aceptan. Guillermo de Plasian solicita ser el acusador de Bonifacio en el futuro Concilio; es aceptado también, y lee una declaración donde expone sus argumentos: “Yo, Guillaume de Plasian, Caballero, digo, anticipo y afirmo que Bonifacio, quien ahora ocupa la Santa Sede, será hallado un hereje perfecto, de acuerdo a las herejías, hechos prodigiosos y doctrinas perversas mencionadas a continuación: 1ro. no cree en la inmortalidad del Alma; 2do. no cree en la vida eterna, pues afirma que más bien desearía ser un perro, un asno o cualquier otro bruto antes que francés; cosa que no diría si creyera que un francés tiene un Alma eterna. No cree en la Presencia verdadera, pues adorna su trono con mayor magnificencia que el altar. Ha dicho que para humillar a su majestad y a los franceses trastocaría el Universo entero. Dio su aprobación al libro de Arnaud de Villenueve, el brujo protegido de los cistercienses, que había sido condenado por el Obispo y la Universidad de París. Hizo erigir estatuas de sí mismo en las Iglesias con el propósito de que se le rinda culto junto al Crucificado. Tiene un Demonio familiar, al que llama ‘Bafoel’ que le revela cuanto desea saber: por eso dijo que aunque toda la humanidad estuviese ubicada a un lado, y él solo en el otro, él no puede equivocarse, ya se trate de un aspecto de hecho o de derecho.[2] Expresó en su prédica pública que el Sumo Pontífice, así ponga precio a todos los sacramentos y cargos eclesiásticos, no puede cometer simonía, lo que es una herejía afirmar. Al igual que un hereje confirmado, que sostiene que sólo la suya es la fe verdadera, calificó a los franceses –notoriamente uno de los pueblos más cristianos– de Cátaros. El es un repugnante sodomita, como lo prueban numerosos testimonios. Es también un asesino: en su presencia hizo dar muerte a muchos clérigos diciendo a sus guardias, cuando no llegaban a matarlos con el primer golpe: ‘Golpea, golpea, Dali, Dali’. Obligó a sacerdotes a violar los secretos del confesionario. No observa vigilias ni ayunos. Lanza filípicas contra el Colegio de Cardenales, contra la Orden de Caballeros Teutónicos, contra la Orden de Predicadores Domínicos, contra los hermanos menores y los Franciscanos Espirituales, repitiendo a menudo que arruinan el mundo, que son hipócritas y falsos, y que nada bueno habrá de suceder a quien se confiese ante ellos. Tratando de destruir la fe, ha concebido una vieja aversión contra el Rey de Francia, en su odio hacia la fe del verdadero Cristo, porque en Francia es donde está y estuvo el esplendor de la fe, el gran apoyo y ejemplo de la Cristiandad. Levantó a todos contra la Casa de Francia, a Inglaterra, a Germania, confirmando el título de Emperador al Rey de Germania, y proclamando que hacía eso para destruir el orgullo de los franceses, quienes se vanagloriaron de no estar sujetos a nadie en cuanto a las cosas temporales, que nadie había en la tierra arriba de su Rey, añadiendo que ellos mintieron a través de su gola, y declarando que así un Angel descendiese del cielo y dijese que los franceses no están sujetos ni a Bonifacio ni al Emperador, sería una anatema. Permitió que se perdiera la Tierra Santa… empleando en sus guerras personales y en sus lujos el dinero destinado a la defensa de ese sitio. Ha sido públicamente reconocido como simoníaco, y mucho más aún, como la fuente y la base de la simonía, vendiendo beneficios al mejor postor, imponiendo sobre la Iglesia y sobre el Obispo servidumbre y vasallaje, con objeto de enriquecer a su familia y a sus amigos con el patrimonio del crucificado, y para convertirlos en Marqueses, Condes, Barones. Disuelve matrimonios por Dinero… anula los votos de las monjas… en síntesis, Caballeros, dijo que, en breve, haría de todos los franceses mártires o apóstatas”.

              Impresionados por las acusaciones de Plasian, todas acompañadas de abundantes pruebas, los parlamentarios convienen en invitar a Bonifacio VIII a asistir al Concilio para que ejerza su defensa. Empero, Felipe IV no se conforma con la aprobación colectiva y redacta cartas personales a las numerosas diócesis de Francia; mientras Nogaret parte a Roma para notificar al Papa, Guillermo de Plasian, escoltado por disuasiva tropa real, visita personalmente cada ciudad, poblado o aldea, y recoge la firma de los estamentos. Como cabía esperar, casi todos firman al leer la carta del Rey y oír la exposición del acusador oficial; sólo se resisten los cistercienses y las otras Ordenes benedictinas, principales refugios de los Golen: Citeaux, el Cluny, y el Temple, desaprueban airadamente la conducta de Felipe el Hermoso y manifiestan que nada hay de reprochable en Bonifacio VIII. En cambio la Universidad de París, los domínicos de París y los franciscanos de Turena se declaran a favor del Rey.

              A mediados de Agosto, Bonifacio VIII publica una bula en la que afirma que sólo el Papa está autorizado a convocar un Concilio e intenta defenderse de las acusaciones de Plasian y Nogaret. Al final se pregunta: ¿cómo se ha llegado al absurdo que los Cátaros acusen de hereje al Papa? Pero los espías de Felipe IV le informan que se está redactando el decreto de excomunión del Rey y entredicho del Reino de Francia: a la bula se le ha puesto por adelantado la fecha de su emisión: 7 de Setiembre de 1303.

              Felipe IV decide dar un golpe de mano y capturar a Bonifacio antes que dé a conocer su infame resolución. Ya en Francia, sería juzgado por el Concilio y depuesto formalmente, nombrándose en su lugar un Obispo francés de su confianza. Para cumplir este plan concede carta blanca a Guillermo de Nogaret, a quien entrega su propia espada y dice estas históricas palabras:

              –“La Honra de Francia está en vuestras manos, Señor Caballero”.

              Guillermo de Nogaret se dirige a Italia acompañado sólo por Sciarra Colonna, el más temible enemigo personal de Bonifacio, y por Charles de Saint Félix, un Domini Canis que era nieto de Pedro de Creta y Valentina de Tharsis: Nogaret conocía a Charles de niño, pues éste era hijo de quien fuera el Señor de la familia de Saint Félix de Caramán. En Florencia, el banquero del Rey de Francia entrega a Nogaret una importante suma, pues tenía la orden de proveer al gascón de cuanto fuese necesario para su misión. Desde allí parten varios hombres adictos al partido gibelino para dar aviso a los Señores aliados de los Colonna, en las proximidades de Anagni, Alatri y Ferentino. El Papa se encuentra en su palacio de Anagni, su ciudad natal en el antiguo Estado pontificio de Frosinone; la vecina ciudad de Ferentino, rival gibelina de la güelfa Anagni, es el punto de reunión de los conspiradores; el día elegido: el 6 de Septiembre, es decir, un día antes de la emisión de la bula que excomulgaría a Felipe IV.

              El día señalado, en el máximo secreto, llegan una docena de Señores, enemigos jurados de Bonifacio VIII, que aguardaban desde hacía años una oportunidad semejante para tomar venganza: todos ansían íntimamente una ocasión para ejecutar a Bonifacio, pues consideran inútil su traslado a Francia; irónicamente, Guillermo de Nogaret deberá apelar a toda su autoridad para protegerlo y cumplir, así, con la Estrategia de Felipe el Hermoso. Cada Caballero había viajado por separado, acompañado de una pequeña escolta que no despertaría sospecha alguna; a estas tropas se sumaban los efectivos mercenarios aportados por el Capitán Reinaldo Supino, guardia de Ferentino que se vendió a Nogaret por 1.000 florines. En total se juntan 300 jinetes y 1.000 infantes: aquellas compañías serían realmente exiguas para la empresa que se proponían realizar, sino fuese que contaban a su favor con el principio de la sorpresa, ya que ni Bonifacio VIII, ni sus secuaces Golen, imaginaban remotamente que podían ser atacados en Anagni. Formado a pocos kilómetros de distancia, el batallón de Nogaret parecía surgido de la nada; y nadie en Italia pudo saber con antelación de su existencia como para advertir a los Golen.

              Uno de los Caballeros gibelinos era Nicolás, de la poderosa familia de los Conti, cuyo hermano Adenulfo, residente en Anagni, prestaría vital colaboración a los invasores. Por su intermedio, se logra comprar al comandante de la guardia papal, Godofredo Busso, por una buena bolsa de oro, mientras que el mismo Adenulfo se ocuparía de engañar a los anagneses durante el ataque.

              A medianoche llegan los guerreros de Kristos Lúcifer[3] frente a la antigua capital de los Hérmicos; dos Caballeros portan los estandartes de Francia y de la Iglesia. Nicolás Conti los guía hasta una puerta en la muralla que ha sido abierta desde adentro y todos se precipitan al grito de: “¡Muera Bonifacio!¡Viva el Rey de Francia!”. Los jinetes, seguidos de la infantería, se despliegan en varios grupos por las angostas y empinadas calzadas. Van en derechura donde se yerguen los suntuosos palacios, pertenecientes a los Cardenales y al Papa, y varias Iglesias de espléndida ornamentación. El comandante de la guardia papal se une, junto con parte de los suyos, a las fuerzas intrusas y comienza el sitio al palacio de Bonifacio VIII, que apenas dispone de unos pocos hombres para resistir. Por una vez, la historia se invierte: el argumento es el mismo, los personajes semejantes; es la lucha del Espíritu contra las Potencias de la Materia, del Rey de la Sangre contra los Sacerdotes Golen, de los representantes del Pacto de Sangre contra los del Pacto Cultural; pero esta vez es el Rey de la Sangre quien triunfa sobre el Sacerdote Golen, sobre los exterminadores de la Sangre Pura, sobre los proclamadores de Cruzadas contra la Sabiduría Hiperbórea. Dentro de la suntuosa residencia, el orgullo de Bonifacio se desploma. ¡Vedlo allí, temblando y llorando como una mujer, al Demonio Golen que pretendía imperar sobre el carisma del Rey de la Sangre! Quizá no llora por la tragedia del momento sino por el futuro castigo que le impondrán su Señor, el Supremo Sacerdote Melquisedec, y los Maestros de la Fraternidad Blanca.

              Los pobladores de Anagni, a todo esto, despiertan con la sorpresa de que su ciudad está ocupada por tropas del Rey de Francia. Alguien hace tañir las campanas llamando a reunión y todas las familias corren hacia la plaza del mercado; las noticias son abrumadoras: Sciarra Colonna ha venido con un batallón provisto por el Rey de Francia y seguramente va a matar al Papa. Godofredo Busso se ha pasado al enemigo y la Ciudad ha quedado desguarnecida. Rápidamente, en medio de una gran confusión nombran como jefe a Adenulfo Conti. Este, acompañado de algunos vecinos, previa-mente escogidos entre los partidarios de los Colonna y de los Conti, se marcha a parlamentar con los asaltantes. Habla con Reinaldo Supino y regresa enseguida; asegura con vehemencia que será imposible resistir a los “franceses”, quienes ya están saqueando los palacios de los Cardenales: sólo queda la posibilidad de unirse a ellos y compartir el botín. Desesperados, los güelfos se entregan al pillaje, robando codo a codo con los gibelinos los palacios cardenalicios y papales. Así desaparecerán obras de arte de valor incalculable, tesoros de la antigüedad, y riquísima vajilla de oro y plata; cada uno toma cuanto le place y puede cargar. Algunos descubren las bodegas, encargadas de satisfacer los exquisitos paladares de los purpurados y calmar su inextinguible sed, y pronto las botellas circulan de mano en mano. Durante el día, pocos serán los anagnenses que no se hayan robado algo o embriagado; nadie se aventura por las calles y la ciudad queda bajo el control total de los escasos hombres de Nogaret.

 

              Mientras se efectúa el saqueo nocturno, y la población se halla entretenida en esa bárbara tarea, una febril actividad guerrera se desarrolla en torno al palacio de Bonifacio, quien, consciente que con su reducida guardia no podrá resistir mucho tiempo, trata de llegar a un acuerdo con los sitiadores; su legado recibe las condiciones: rendirse a discreción, levantar la excomunión a Felipe el Hermoso, rehabilitar a los Colonna, y concurrir prisionero a Francia para ser juzgado en el Concilio. Al conocerlas, Bonifacio se resiste a aceptarlas y queda sumido en la desesperación: sólo atina a vestir la indumentaria sacerdotal Golen y a aguardar a sus enemigos sentado en el Trono. Entre sollozos de amargura, ora fervorosamente al Dios Creador para que realice el milagro de salvarlo y salvar los planes de la Fraternidad Blanca. ¿Será posible, se pregunta a gritos, que los Señores de la Guerra triunfen sobre él, que es un representante del Creador del Universo? Si él, en quien se había confiado para que frenara a los Reyes temporales, fracasaba, ¿qué nuevas desventuras sobrevendrían después a las Ordenes Golen, que por tantos siglos desarrollaron los planes de la Fraternidad Blanca? Tras cada una de estas preguntas se convulsionaba y era evidente que no tardaría en perder la razón.

              Con excepción de dos Obispos, uno español y otro italiano, todos huyen de su lado como pueden; algunos son capturados y muertos por los hombres de Sciarra Colonna, en tanto que otros son conservados como rehenes pues se entregan voluntariamente, entre ellos su propio sobrino. Aquellas noticias terminan de deprimir a Bonifacio. Al fin, cede una ventana y penetran por ella Guillermo de Nogaret y Charles de Saint Félix, seguidos por media docena de soldados de Ferentino que se mantienen a prudente distancia para no ser reconocidos por el Papa. Nogaret y Charles se aproximan al Trono: luciendo la Tiara papal, réplica de la corona egipcia de los Sacerdotes Atlantes morenos; vistiendo la túnica blanca de los Sacerdotes levitas de Israel, en la que está bordado el Trébol de Cuatro Hojas de los Sacerdotes Golen, estilizado como cruz celta; en su mano derecha sosteniendo la Cruz, símbolo del Encadenamiento Espiritual, y en la izquierda las Llaves de San Pedro, símbolo de la Llave Kâlachakra con que los Dioses Traidores al Espíritu del Hombre consumaron su Traición Original; allí estaba sentado, con sus ojos llameantes de odio y de terror, uno de los hombres más perversos de la Tierra.[4]

              –¡Cátaro, hijo de Cátaro! –exclamó desafiante al reconocer a Nogaret–. ¡Tu amo, el Rey de Francia, no podrá contra la Ley de Jehová Dios!

              –Caballero soy del Rey de Francia –respondió el gascón– y os puedo asegurar, detestable Sacerdote, que mi Señor sólo conoce y respeta la Ley del Honor, que es la Ley del Espíritu Santo, de la Voluntad del Dios Verdadero; sólo tu Dios Jehová, que es un Demonio llamado Satanás, al que obedeces servilmente, puede oponerse a esa Ley.

              –¡Maldito Golen! –ahora era Charles de Saint Félix, o Charles de Tharsis Valter, o Charles de Tarseval, el que hablaba– ¡Tened por seguro que el Rey de Francia acabará contigo y con las Ordenes diabólicas que os secundan! ¡Jamás podréis gobernar al Mundo mientras existan Iniciados como él o Federico II! ¡Pero tened por más seguro todavía que Nosotros, los Guerreros Eternos de Kristos Lúcifer, acabaremos algún día con los Jefes de tus Jefes, con la Jerarquía Oculta de Sacerdotes Supremos que mantienen al Espíritu Increado en la esclavitud de la materia creada!

              Bonifacio palideció y se estremeció de terror al oír al Hombre de Piedra. Uno como halo de hostilidad esencial se desprendía de aquel Caballero con una intensidad impresionante: ¿qué era la muerte de la Vida Cálida frente a esa otra Muerte que se intuía a través de su presencia? ¿qué la pérdida de la Vida, de los goces y riquezas efímeras, del Poder en este Mundo o el castigo del Supremo Sacerdote en el otro Mundo que tanto lo atemorizaba hasta entonces, frente al abismo de la Muerte eterna en que lo hundían los Ojos de Hielo del caballero francés?

              –¡Herejes! –gritó fuera de sí, en momentos en que una puerta saltaba hecha añicos y entraba a toda carrera una multitud precedida por Sciarra Colonna– ¡Respetad a quien, por disposición del Dios Unico, debe gobernar en todo el Orbe!

              Sciarra, aquel enemigo mortal de Bonifacio, alcanzó a oír sus últimas palabras y le propinó una violenta bofetada con la manopla de hierro, haciendo brotar sangre de su mejilla. Nogaret tuvo que contenerlo para que no lo atravesase allí mismo con su espada. El pueblo y los soldados, entre-tanto, echaban mano de cuanto objeto valioso tenían a su alcance.

 

              Con el palacio tomado, Bonifacio prisionero, y la Ciudad bajo control, la situación no se presentaba, sin embargo, promisoria. Una cosa era entrar en secreto en Italia, y preparar un ataque por sorpresa, y otra salir llevando al Papa prisionero. Ni siquiera en Anagni podrían mantenerse mucho tiempo si los pobladores descubrían cuán pequeño era el número de las tropas ocupantes. En el puerto de Ostia los esperaba un barco de la familia Annibaldi, aliados de los Colonna, mas, para llegar hasta allí, necesitarían un importante refuerzo. Los hermanos de Sciarra eran los encargados de concurrir con 5.000 hombres, pero se retrasaron y el día 7 de Septiembre transcurrió en tensa calma, mientras los anagneses iban despertando de la sorpresa. El 8, todo seguía igual pero comenzaron a circular rumores entre los pobladores de que habían sido víctimas de la traición y de un golpe de mano de unos pocos atacantes. La hostilidad comenzó a hacerse sentir en la forma de múltiples provocaciones a los soldados de Nogaret y enseguida se vio que habría que dejar Anagni cuanto antes. Guillermo de Nogaret, Charles de Saint Félix y Sciarra Colonna se hallaban deliberando sobre la conveniencia de matar a Bonifacio o arriesgarse a llevarlo con ellos cuando se enteran que Godofredo Busso se ha pasado nuevamente al bando del Papa y les ha cortado la entrada al Palacio. Inmediatamente se reinicia la batalla, ahora sangrienta, y los tres enviados de Felipe IV se ven obligados a huir dejando a Bonifacio VIII en manos de los güelfos. Días después se encuentran en Francia, siendo aprobado por el Gran Rey todo lo actuado en Anagni.

              Es que la vida de Bonifacio ya no serviría a los intereses Golen pues aquél había perdido irremediablemente la razón: un mes después de los sucesos de Anagni, el 11 de Octubre de 1303, moriría en Roma, concluyendo con él la Era de la dominación Golen medieval en la Santa Sede, y fracasando la inminente concreción de los planes de la Fraternidad Blanca, es decir, el Gobierno Mundial y la Sinarquía del Pueblo Elegido. La Alta Estrategia de los Señores de Tharsis y del Circulus Domini Canis estaban triunfando sobre las Potencias de la Materia: Felipe IV, quien aparecía como la causa exotérica del fracaso Golen, era un Iniciado Hiperbóreo que cumplía al pie de la letra las pautas esotéricas de la Sabiduría Hiperbórea. Pero la muerte de Bonifacio, Dr. Siegnagel, señalaba sólo el principio del fin. Faltaba aún desmantelar la infraestructura financiera de los Templarios, el germen de la Sinarquía del Pueblo Elegido.

 

              La crisis que quebró el Alma de Bonifacio se produjo cuando su diabólico orgullo se vio terriblemente humillado por los actos de sus enemigos: Primero el Cátaro Nogaret, tratándolo como un súbdito del Rey de Francia y haciéndolo prisionero en su nombre. Luego el misterioso Charles de Saint Félix, transmitiéndole su poder aterrador y predicando el fracaso de los planes más secretos de las Ordenes Golen: eso confirmaba las sospechas de Bernard de Soisset, el Obispo de Pamiers, de que en torno a Felipe el Hermoso existía una conspiración de los Hijos de las Tinieblas; rodeado de enemigos, capturado en su propio palacio de Anagni, bañado en sudores fríos, Bonifacio comprendía tarde ya que había subestimado a Felipe el Hermoso y que no tomó con suficiente seriedad los frecuentes avisos de alarma que enviaban los monjes del Cister y los Templarios. Presa entonces de una mezcla de odio y terror, sentía que su Alma se iba deprimiendo sin remedio. A continuación el Banditti Sciarra, atreviéndose a golpearlo y aún amenazándolo de muerte, mientras sus hombres lo cubrían de insultos. Y por último, la traición de su pueblo natal, saqueando sin pudor su palacio, aliándose a sus enemigos que eran los enemigos de la Iglesia Golen, la Iglesia del Dios Uno Creador del Universo, del Dios del cual él, el Sacerdote Maximus, era una manifestación viviente: ¡Oh Dios Uno, qué ingratitud la de su pueblo! quizás aquella agresión de los suyos, por ser menos importante pero más afectiva, dolía más que las anteriores ofensas. Y, naturalmente, dentro de ese dolor se destacaba en mayor grado la angustia de haber sido despojado del oro y la plata, de sus tesoros de arte de belleza sin par reunidos en toda una vida de adquisiciones, muchos de ellos heredados o pertenecientes a la familia Gaetani. El peso del fracaso se descargaba sin atenuantes, aplastando en unas horas a Bonifacio VIII. Demasiadas emociones juntas, aún para un Golen de legendaria crueldad, las que afligían al Papa de 69 años.

              Cuando fue rescatado por el pueblo de Anagni su conciencia se había situado fuera de la realidad y, aunque muchos prometían devolver lo robado, Bonifacio no estaba en condiciones de comprenderlo. Mecánicamente solicitó ser llevado al palacio de Letrán. Allí los Cardenales Orsini, al comprobar su estado demencial, lo mantuvieron apartado de los romanos. Con los ojos desorbitados exclamaba: ¡Bafoel! ¡Bafoel! ¡Aliquem ad astra fero! En algunos momentos de lucidez estallaba en pedidos de venganza contra sus enemigos y auguraba la ruina de quienes lo habían traicionado. Pero luego su mente se oscurecía y sufría raptos de ira continuados en los que aullaba, echaba espuma por la boca, e intentaba morder a quienes lo cuidaban. Al final, el 13 de octubre de 1303, murió convertido en una bestia furiosa, cumpliendo así la profecía de Celestino V. El santo había dicho: –“habéis subido como un zorro, reinaréis como un león, y moriréis como un perro”.

 

 

 

 

Cuadragesimoprimer Día

 

 

La forma en que murió Bonifacio VIII, y la certeza de que el Rey Carlos II permaneció indiferente frente a su caída, causó gran temor entre los Cardenales güelfos. Como nadie quería correr su misma suerte, o aún peor, nueve días después el Sacro Colegio se pone de acuerdo en la identidad del nuevo Papa: el 22 de Octubre de 1303 eligen al Cardenal Nicolás Boccasini, que toma el nombre de Benedicto XI y era General de los domínicos. El flamante Pontífice, que aunque no era Domini Canis estaba fuertemente influenciado por los Iniciados de su Orden, intenta llevar adelante una política conciliadora con el Rey de Francia e iniciar la reforma de las escandalosas costumbres Golen que reinaban en el alto clero, pero es envenenado con unos higos antes de cumplir el año. Como en el caso de Celestino V, el difunto había sido una solución de conveniencia entre los irreconciliables partidos eclesiásticos: ambos bandos confiaban íntimamente con dominar al Papa. Su muerte sumirá a los Cardenales en una larga discusión de 10 meses bajo la presión, ahora inevitable, de Felipe el Hermoso.

              El Rey de Francia ofrece oro, y protección contra la venganza de los Golen, y va consiguiendo que muchos Cardenales güelfos vendan su voto. Finalmente, se llega a un arreglo: será investido un clérigo no perteneciente al Sacro Colegio. Felipe el Hermoso se reúne con Bertrand de Got, Arzobispo de Burdeos, en Saint Jean d'Angely. El Arzobispo es un Señor del Perro y el Rey de Francia solicita su colaboración: quiere que acepte la investidura papal y tome ocho medidas que asegurarán la Estrategia del Reino; no le oculta que la misión será peligrosa en extremo pues los Golen intentarán asesinarlo por cualquier medio. Sin embargo, Bertrand de Got acepta. También cumplirá lo prometido: prueba de ello son las incontables calumnias que los historiadores sinárquicos han afirmado sobre su memoria; empero, como en el caso de Felipe el Hermoso, todas las calumnias pierden consistencia y se desintegran cuando se conoce la Estrategia que regía y daba sentido a sus actos. Sea como fuera, el Arzobispo conviene en cumplir con la misión que le propone el Rey: primero, condenar la obra de Bonifacio VIII; segundo, levantar la excomunión de Felipe IV; tercero, que la Iglesia no perciba durante cinco años, de gracia, sus rentas de Francia, a fin de sanear la economía del Reino; cuarto, rehabilitar a los Cardenales Colonna y a su familia; quinto, nombrar Cardenales a ciertos Domini Canis que oportunamente se le indicarían; sexto, aprobar las determinaciones que el Reino adopte contra el Pueblo Elegido; séptimo, incautar el oro acumulado clandestinamente por las Ordenes benedictinas cluniacense y cisterciense; octavo, contribuir eficazmente para lograr la extinción de la Orden del Temple y el desmembramiento de su infraestructura financiera.

 

              El 5 de Junio de 1305, los Cardenales eligen a Bertrand de Got, quien toma el Nombre de Clemente V. Inmediatamente solicita ser coronado en Lyon, capital del Condado de Provenza. ¿Por qué allí? Es otra larga historia, Dr. Siegnagel, que no podré narrar aquí; pero le daré una respuesta sintética. Lyon, es una ciudad edificada en un sitio conocido en la Antigüedad como Lugdunum, que en galocelta quería decir colina de Lug; el nombre se originó porque en aquella colina existía un Templo dedicado al Culto del Dios Lug. Ahora bien: tal Culto era, en verdad, antiquísimo, del tiempo de los Atlantes morenos, pero se mantuvo activo aún miles de años después que los Atlantes hubieron abandonado Europa; ¿cómo?: porque sus descendientes viajaban desde Egipto para que jamás faltasen Sacerdotes en la Colina de Lug o de Lyg, es decir, en Lyon. Cuando los Golen vinieron acompañando a la invasión celta del siglo V A.J.C., decidieron hacer de Lyon su santuario principal. Allí permanecieron en adelante, durante la dominación romana, borgoñona y franca, hasta los días de Felipe el Hermoso. Entonces, los Golen prácticamente ocupaban la región desde cientos de monasterios benedictinos, cluniacenses, y cistercienses, y extensas encomiendas Templarias: el Culto, desde luego, no había desaparecido sino que formaba parte de los ritos secretos Templarios, pues los Caballeros eran quienes custodiaban el sitio exacto del antiguo Templo. Para aportar sólo un ejemplo esclarecedor, diré que no fue casual que el papa Golen Inocencio IV convocase el XIII Concilio Ecuménico en la Ciudad de Lyon, en Junio de 1245: el mismo tenía por objeto decretar la excomunión del Emperador Federico II, lo que se concretó luego del violento discurso del Papa que versaba sobre “las cinco llagas de la Cristiandad”, de las cuales, la quinta, era el Emperador. Vale decir, que, para condenar a quien representaba al Emperador Universal del Pacto de Sangre, los Golen se habían situado en el Templo más sagrado del Pacto Cultural.

              Así, pues, el coronamiento de Clemente V tenía el carácter de un desafío planteado en el corazón mismo del Enemigo. Y el Enemigo no dejó pasar tan imprudente acción: un sabotaje en un tablado cargado de gente, en los momentos en que pasaba la comitiva real, causó un desmoronamiento; Felipe IV y Clemente V salvaron la vida por Voluntad de los Dioses, pero igual suerte no tuvieron doce príncipes que murieron en el acto, en tanto que muchos otros quedaron gravemente heridos, entre ellos Carlos de Valois, hermano del Rey; días después moría asesinado Gaillard de Got, hermano del Papa. Felipe IV juró entonces obtener Lyon para su Casa, cosa que efectivamente logró en 1307, y purgarla de Golen. Clemente V, por su parte, anunció que se dirigiría a Burdeos para poner en orden y entregar el Arzobispado, pero cayó por sorpresa en Cluny, adonde procedió a incautarse del oro; para evaluar el dolor, que aquella fulminante venganza habría causado a los Golen, basta pensar que la recolección del oro demandó cinco días debido a su extraordinaria cantidad. Pese a todo, Clemente V no huyó de Lyon sino que regresó y fijó allí su residencia, adonde permaneció hasta 1309, año en que se trasladó al palacio amurallado de Aviñón, propiedad de la Iglesia.

              En conclusión, Dr. Siegnagel, la Sabiduría Hiperbórea sugiere prestar atención a Lyon, especialmente en nuestros días, pues, así como el Pueblo Elegido se ha propuesto hacer oír su voz desde Jerusalén, cuando la obra nefasta de la Sinarquía esté consumada, así también los Golen se han propuesto hacer oír su voz desde Lyon en ese momento.

             

              Lógicamente, Clemente V tuvo que simular algún tipo de independencia inicial del Rey de Francia para evitar una reacción desesperada por parte de los Golen. Con ese fin aparentó ser afecto a los lujos y placeres mundanos y hasta se amancebó con la Condesa de Perigord, hija del Conde de Foix, quien no era más que una Iniciada Cátara que hacía de enlace con los Domini Canis de Tolosa. La exhibición de tales supuestas debilidades tranquilizó, hasta que fue demasiado tarde, a los Golen. Sin embargo, la fidelidad de Clemente V al Círculus Domini Canis, y su Honor inquebrantable, pueden comprobarse observando, no su conducta personal, sino la forma en que cumplió con la misión. Para mencionar algunos de sus decretos más notables comencemos recordando, por ejemplo, que en el año 1306 confirmó la ley de Felipe IV por la cual, en un mismo día, fueron expropiados todos los bienes de los judíos y conminados estos, sopena de ejecución, a abandonar Francia en un tiempo brevísimo. Según una bula, los Colonna volvían a ser católicos y se les debían restituir sus títulos y propiedades; según otra, la Iglesia se comprometía a no percibir ni un luis del Reino de Francia durante los años siguientes. A solicitud de Felipe el Hermoso sus legistas gestionaron un proceso eclesiástico post mortem a Bonifacio VIII, el que contó con la aprobación de Clemente V; a su término, el Papa emitió la bula Rex Gloriae, en Abril de 1311, donde se resumen las conclusiones: en esa bula, res visenda, se ordena que todas las bulas de Bonifacio VIII contra Felipe IV fuesen quemadas públicamente; Felipe IV era inocente y “católico fidelísimo”; como también serían inocentes del atentado de Anagni Nogaret, Sciarra, y Charles; Bonifacio VIII, por otra parte, no fue declarado hereje sino culpable de obstinatio extrema. Y agreguemos que en el curso de su pontificado acabó apoderándose de la mayor parte del oro acumulado por las Ordenes benedictinas, fingiendo siempre una insaciable ambición, y que hizo oídos sordos a los reclamos de los banqueros lombardos, víctimas de una ley de expropiación que confiscaba sus propiedades en Francia.

              Es evidente, pues, que Clemente V llevó a cabo todas las metas de su misión o dispuso los medios jurídicos para que las mismas se concretasen. Justamente en una entrevista celebrada en Poitiers, en 1306, con Felipe el Hermoso, los dos Iniciados acordaron el modo de disolver la Orden del Temple: para Clemente V, Señor del Perro, aquello representaba el octavo objetivo de la misión y constituiría el acto estratégico más importante de su pontificado; para Felipe IV, significaba la neutralización de la “II línea táctica” del Enemigo, tal como expliqué el Día Trigésimo. Naturalmente, no se comprenderá el por qué un Rey poderoso como Felipe IV, y un Papa que era el Superior General de la Orden, debían efectuar una planificación secreta para extinguirla, si no se realiza el esfuerzo de imaginar en qué consistía efectivamente la Orden del Temple en el siglo XIV, la magnitud de su potencia económica, financiera y militar. Mas, si se repara en ello, resultará claro que la Orden estaba en condiciones de presentar varios tipos de respuestas, militares o económicas, que podrían poner en serias dificultades a Felipe IV. Hay que tener presente que los planes de la Fraternidad Blanca se apoyaban, en gran medida, en esta Orden, y que la Estrategia del Circulus Domini Canis exigía su destrucción para asegurar el fracaso de esos planes: el golpe, entonces, tendría que ser contundente y sorpresivo.

              La Orden, en efecto, poseía más de 90.000 encomiendas repartidas en los países que actualmente se denominan Portugal, España, Francia, Holanda, Bélgica, Alemania, Hungría, Austria, Italia e Inglaterra. En la Francia de comienzos del siglo XIV, incluidas Auvernía, Provenza, Normandía, Aquitanía, el Condado de Borgoña, etc., donde estaban las haciendas más extensas, existían aproximadamente 10.000 propiedades templarias: de ellas, 3.000 eran encomiendas de 1.000 hectáreas de promedio cada una. En total, aquellas propiedades sumaban 3.500.000 hectáreas, lo que representaba el 10% de la superficie de Francia. Pero este porcentaje no reflejará la potencialidad del latifundio si no se advierte que aquel 10% de la superficie total de Francia, es decir, incluidos los ríos, montañas, bosques, y toda suerte de terreno inservible para el cultivo, constituía un 10% de la mejor tierra, escogida durante dos siglos con paciencia de monje benedictino y obtenida por medio de donaciones digitadas por la Iglesia. Y había más: aquellas encomiendas, que se componían de miles de granjas en plena explotación agrícola, estaban exentas de todo tipo de impuesto pues la Orden dependía directamente del Papa, privilegio que, hasta Bonifacio VIII, las convertía en propiedades inviolables para cualquier Señor temporal. Cambiar esta situación era, precisamente, uno de los objetivos estratégicos de Felipe el Hermoso, que lo había llevado a enfrentarse con Bonifacio VIII y a oponer el Derecho Civil nacional al Derecho Canónico.

              Mas no se trataba sólo de impuestos: los Templarios, desde el advenimiento de Felipe IV, venían desarrollando un plan destinado a quebrar la economía del Reino mediante el empobrecimiento de la nobleza feudal y el despoblamiento del campo. Sus productos alimenticios, ofrecidos en las ciudades a precios de dumping o simplemente regalados en los monasterios, tornaban inútil cualquier intento de planificación económica estatal o explotación racional de los recursos nacionales; en consecuencia, los Señores Feudales, que sólo tenían la tierra como fuente de ingresos, se empobrecían cada vez más a causa de la desvalorización de los frutos del campo mientras aceptaban como una solución que los campesinos, agobiados de impuestos y a quienes ya no podían alimentar, emigrasen a las ciudades. Por supuesto que semejante tarea subversiva estaba acorde con la Estrategia Golen: ésta requería la destrucción de la nobleza y el debilitamiento de la monarquía como paso previo a la instauración del Gobierno Mundial teocrático, el cual sería aún una etapa anterior a la Sinarquía del Pueblo Elegido. Ante la actitud gibelina de Felipe IV, la Orden del Temple no había hecho más que intensificar una política que estaba en la entraña de su razón de existir. Empero, según vemos, esa política iba a tener sorpresivo fin.

              Cabe agregar que la economía antinacional de los Templarios se complementaba en su capacidad destructiva con la ofensiva comercial lanzada sobre Francia por las ciudades italianas. Pero esto tiene otra explicación. Cuando Felipe IV recibió el Reino, era casi una aventura internarse en los caminos de Francia para practicar el comercio; el peligro radicaba en que el trayecto, por lo general, atravesaba numerosos feudos cuyos Señores, empobrecidos por las causas apuntadas, solían gravar con pesados y arbitrarios tributos a las mercaderías en tránsito: eso en el mejor de los casos, pues la más de las veces algún Señor, demasiado celoso de sus derechos, procedía a despojar a los mercaderes de la totalidad de su carga. Mas si esto no ocurría, el negocio era igualmente riesgoso debido a la acumulación de gravámenes que se sumaban al final del camino. Demás está decir que los Señores feudales, aparte de controlar los caminos, disponían de ejércitos propios con los que guerreaban entre ellos e imponían en cada región su propia ley. Felipe IV, al constituir la Nación Mística, se propuso solucionar este problema de entrada. En su nombre, Enguerrand de Marigny dio la solución: el Rey no debería recurrir jamás, salvo en caso de Guerra exterior, a las tropas de los Señores. Surgía así, de la Escuela de legistas seglares Domini Canis, el concepto de la seguridad interior, definido práctica-mente en base a la hipótesis del conflicto interior. La solución de Marigny consistía en crear una especie de cuerpo de policía real, la milicia del Rey, encargada de patrullar todos los caminos y hacer cumplir las leyes del Reino: junto a ellos irían, luego, los recaudadores de impuestos. Las tropas reales, habitualmente mercenarias, pronto hicieron entrar en razón a los Señores y en poco tiempo los caminos, no sólo se habían tornado seguros para el comercio, sino que se cobraba un único impuesto en cualquier región del Reino.

              Fue esa situación de seguridad y orden lo que atrajo la codicia de los comerciantes extranjeros. Las ciudades italianas, en particular, disponían de flotas que recorrían el mundo adquiriendo los artículos más variados y exóticos, frente a los cuales no había posibilidad de plantear competencia alguna. Las ciudades francesas se vieron así inundadas de productos importados que contribuían día a día a destruir aún más la economía del Reino: mientras los comerciantes y mercaderes extranjeros se enriquecían, a menudo vendiendo mercadería de contrabando, el Reino debía afrontar el enorme gasto que representaba garantizar militarmente aquella seguridad interior. Por eso la moneda se envilecía y surgía la inflación; y los gremios de artesanos, incapaces de competir con los productos extranjeros, caían en la miseria y arrastraban a la industria nacional en la peor depresión. Aparte del dumping Templario, un riguroso análisis de los Domini Canis, demostró a Felipe IV quiénes eran los culpables ocultos de aquella situación: los banqueros lombardos y los miembros del Pueblo Elegido. Los banqueros lombardos financiaban a las compañías italianas que operaban en Francia, cosa que también hacía la Banca Templaria. Y los miembros del Pueblo Elegido se contaban entre los principales apoyos interiores de las compañías y capitales extranjeros: muchos de ellos tenían lazos de parentesco con los banqueros judíos de Venecia o Milán, o con los dueños de grandes compañías, mientras que otros traicionaban a la Nación francesa por mero amor al lucro. Felipe IV sería inflexible con tales alimañas: a unos, sólo los expropió, pues radicaban en otros países; pero a otros los expropió y expulsó del Reino, ya que carecían de las virtudes éticas necesarias para merecer el derecho de residencia. 

              Regresando a los Templarios, espero que ahora, a la luz de su desmesurado patrimonio territorial y productivo, se tenga una visión más realista sobre el por qué el Rey de Francia y Clemente V debían avenirse a tratar con mucha cautela sobre el problema de la Orden del Temple. Aquellas 90.000 encomiendas, por seguir con el ejemplo, estaban atendidas por 30.000 monjes, tres mil Caballeros, y 270 mil laicos, lo que representaba una eventual fuerza guerrera muy superior al ejército nacional de Felipe el Hermoso: una reacción militar templaria difícilmente sería con-tenida en Francia a otro precio que el de grandes bajas en el ejército nacional, hecho que podría determinar el fin de la Estrategia Hiperbórea de la Nación Mística y el resurgimiento de la teocracia papal; podrían entonces, pese a todo, triunfar los planes de la Fraternidad Blanca. Por otra parte, baste recordar lo dicho el Día Decimoctavo sobre el poderío financiero de la Orden para comprender que si en cada una de las 90.000 encomiendas se podía obtener dinero a préstamo, depositarlo, o girarlo a cualquiera de las otras, se estaba en presencia de la más formidable red bancaria del mundo, sólo equiparable, pero no superada en volumen de infraestructura, a las modernas corporaciones financieras hebreas de Roquefeller, Rotschild, Kuhn-Loeb, u otros benefactores de la Humanidad.[5] Será fácil deducir que tal organización debía contar con una afinada red de espías, dedicados a obtener la información económica y política necesaria para dirigir la marcha de los negocios. Se entenderá, así, que la más pequeña filtración de los proyectos diseñados por Felipe el Hermoso y Clemente V podría llegar rápidamente a oídos del Gran Maestre y de la Plana Mayor Golen y causar la consiguiente alarma. Mejor Estrategia sería exponer como temas de la entrevista otras preocupaciones diferentes: una discusión por la cuestión de las rentas eclesiásticas, por ejemplo; o la situación de la Cristiandad en Oriente; o la actitud del Rey de Inglaterra, etc. Pero el verdadero y secreto motivo de la entrevista de Poitiers, como la Historia se encargó de demostrarlo, fue proyectar la Estrategia que haría posible extinguir a la Orden del Temple y desmantelar su gigantesca infraestructura.

 

                       



[1] R.Mendieta: Este es un ejemplo de como la diplomacia en ocasiones propone acuerdos de paz que tienen al menos dos motivaciones ocultas: 1ero. Utilizarlos como logros propagandísticos tendientes a cimentar una imagen de encumbramiento moral por la supuesta defensa de la virtudes humanitarias de la paz y la conciliación, y 2do. La ganancia inmediata que resulta del debilitamiento de las causas de sus enemigos a raiz de dichos acuerdos.

[2] R. Mendieta: En relación a este supuesto demonio familiar que sirve de consejero al Bonifacio VIII, es interesante observar la similitud fonética con Baphomet, de cuyo culto fueron acusados los templarios, y la intimación hecha en la primera parte de esta obra en el sentido de que este no era otro más que uno de los Golen inmortales (Bera/Birsa). ¿Podríamos estar hablando en ambos casos de un STS de la cuarta densidad?

[3] R. Mendieta: Al respecto del apelativo de “guerreros de Kristos Lucifer” cabe recordar una anotación anterior en la que se especula sobre la posible razón por la que el autor expresa un juicio acerca de Cristo que podría parecer difamatorio al afirmar que, como fundador de una de las tres grandes religiones monoteístas, el Cristo bíblico era un “embustero”. Se reafirma aquí su posición de que los adherentes al Pacto de Sangre Hiperbóreo no juraban lealtad a este Cristo bíblico (creado en buena medida a través de concilios papales que tuvieron lugar siglos después de la época histórica en cuestión) sino más bién al Kristos Lucifer trascendente (sea que haya tenido o no algún grado de manifestación corpórea) y más acorde en todo sentido con el Cristo que mencionan los C´s cuando hablan de ese espíritu altamente evolucionado cuya alma está en una dimensión superior y que es capaz de replicarse infinitamente para atender cada una de las súplicas de los que imploran por sus bendiciones (ver Transcriciones).

Se especulaba además sobre la razón de ser de ese severo juicio emitido con relación al Cristo bíblico aduciendo la posible existencia de varios seres humanos más o menos contemporáneos y de cuyas vidas en conjunto se creó la figura semi-legendaria del Cristo bíblico, creación que deberá atribuírsele en gran parte de la Hermandad transmilenial. Ya en otro sitio se ha llamado la atención sobre las substanciales diferencias entre el Cristo guerrero (no he venido a traer la paz sino una espada), y el Cristo abocado a la fundación de una institución clerical (sobre esta piedra edificaré mi Iglesia), como muestra de que muy posiblemente la filosofía del verdadero Cristo histórico era substancialmente diferente de la filosofía del Cristo bíblico. Recordar además que una de las principales conclusiones de la obra de Leigh, Baigent y Lincoln es que el Cristo verdadero nunca fue crucificado (conclusión que es concordante con comentarios expresados por los C’s), lo que parece reforzar la idea de que ha habido un buen grado de manipulación posterior de los acontecimientos reales con la finalidad de crear la figura semi-legendaria del Cristo bíblico para legitimación de ese enorme aparato de control que es la Iglesia Católica.

[4] R. Mendieta: Al respecto de esta interpretación sobre el significado oculto de la parafernalia papal, buscar referencias dentro del material Casiopeo a la “signatura de los STS”, la firma que no tienen reparo en dejar siempre a la vista y que traiciona su verdadera filiación a las Potencias de la Materia. Ver además referencias en la obra de Checkley a la signatura del Psicópata.

Con respecto al significado de la llave Kalachakra se puede especular su posible relación con la supuesta manipulación genética del homínido original a manos de los STS  de la 4ta densidad con la intención de encerralo en la 3ra. Densidad (utilizar botón de búsqueda en Transcripciones con “search words” tales como LOCK, BURNING OF DNA STRANDS, etc., y obervar de paso que la expresión “lock us in 3D” utiliza expresamente un término que es sinónimo de “cerrojo”, que a su vez está relacionado con “LLAVE”.

[5] R. Mendieta: Se aporta aquí una perspectiva bastante novedosa de la cuestión Templaria, en especial en lo referente a sus frecuentemente citados logros e innovaciones en el campo financiero, porque inclusive algunos autores bastante eruditos en el tema Templario y aparentemente objetivos en su exposición de la historia del Temple tales como Juan G. Atienza (ver “La Mística Solar de los Templarios” o “La Meta Secreta de los Templarios”) no han dudado nunca en alabar la visión modernista de los Templarios con la creación de este sistema de moneda internacional en época tan temprana como el Siglo XIV. Moyano en cambio desnuda las verdaderas motivaciones detrás de este tan cacareado logro, y lo presenta como una de las piezas fundamentales dentro de la estrategia de dominación global de los Golen, como piedra angular del presente dominio de los grandes banqueros, y como instrumento de los planes sinárquicos del Pueblo Elegido.