LIBRO SEGUNDO
1° Parte
“La Carta de Belicena
Villca”
Dr. Arturo Siegnagel:
Ante todo deseo agradecer cuanto hizo Ud. por mí durante este
largo año en que he sido su paciente. Sé que muchas veces su bondad le ha
llevado a sobrepasar los límites de la mera responsabilidad profesional y me ha
dedicado más tiempo y cuidados de los que sin dudas merecía mi condición de
alienada: mucho se lo reconozco, Dr., mas, como comprenderá al leer esta carta,
mi recuperación era prácticamente imposible. De cualquier manera, la Diosa
Pyrena sabrá recompensar justamente sus esfuerzos.
Seguramente, cuando esta carta llegue a sus manos, yo estaré muerta: Ellos
no perdonan y Nosotros no pedimos clemencia. Esta posibilidad no me preocupa,
ya que la Muerte es, en nuestro caso, sólo una ilusión, pero entiendo que para
Ud. la ausencia será real y por eso he decidido escribirle. Soy consciente de
que no me creerá por anticipado y es así que me tomé el atrevimiento de
enviarle la presente a su domicilio de Cerrillos. Se preguntará cómo lo hice:
sobornando a una enfermera, quien obtuvo la dirección registrada en el fichero
administrativo y efectuó el despacho de la correspondencia. Le ruego que olvide
la falta de disciplina y no indague la identidad de la enfermera pues, si
muero, cosa probable, el miedo le hará cerrar la boca, y, por otra parte, tenga
presente que ella sólo cumplía con mi última voluntad. Ahora iré al grano, Dr.:
deseo solicitarle un favor postrero; mas, para ser justa con Ud., antes le
pondré en antecedentes de ciertos hechos. Creo que me ayudará, pues una
Voluntad, más poderosa que nosotros, le ha puesto en mi camino: quizás Ud.
también busca una respuesta sin saberlo, quizás en esta carta esté esa
respuesta.
Si ésto es así, o si ya se ha
hecho Ud. consciente del Gran
Engaño, entonces lea con detenimiento lo que sigue pues allí encontrará
algunas claves para orientarse en el Camino de Regreso al Origen. He escrito
pensando en Ud. y fui clara hasta donde pude, pero descuento que me comprenderá
pues lleva visiblemente plasmado el Signo del Origen.
Comenzaré por informarle que soy de los últimos descendientes de un antiguo
linaje portador de un Secreto Mortal, un Secreto que fue guardado por mi
familia durante siglos y que corrió peligro de perderse para siempre cuando se
produjo la desaparición de mi hijo, Noyo Villca. Ahora no importa que los Golen
me asesinen pues el objetivo de mi Estrategia está cumplido: conseguí
distraerlos tras mis pasos mientras Noyo llevaba a cabo su misión. En verdad,
él no fue secuestrado sino que viajó hacia la Caverna de Parsifal, en la
Provincia de Córdoba, para transportar hasta allí la Espada Sabia de la Casa de
Tharsis. Y yo partí enseguida, en sentido contrario, con la consigna de cubrir
la misión de Noyo desviando sobre mí la persecución de los Golen. La Sabiduría
Hiperbórea me ayudó, aunque nada podría hacer al final contra el poder de sus
diabólicas drogas, una de las cuales me fue suministrada hábilmente en uno de
los viajes que hice a la Provincia de Jujuy. Después de eso vino la captura por
parte del Ejército y la historia que Ud. conoce. Pero todo esto lo entenderá
con más claridad cuando le revele, como mi legado póstumo, el Secreto familiar.
El Secreto, en síntesis,
consiste en lo siguiente: la familia mantuvo oculto, mientras transcurrían
catorce generaciones americanas, el Instrumento de un antiguo Misterio, tal vez
del más antiguo Misterio de la Raza Blanca. Tal Instrumento permite a los Iniciados Hiperbóreos conocer
el Origen extraterrestre del Espíritu humano y adquirir la Sabiduría suficiente
como para regresar a ese Origen, abandonando definitivamente el demencial
Universo de la Materia y la Energía, de las Formas Creadas.
¿Cómo llegó a nuestro poder
ese Instrumento? En principio le diré que fue traído a América por mi
antepasado Lito de Tharsis, quien desembarcó en Colonia Coro en 1534 y, pocos
años después, fundó la rama tucumana de la Estirpe. Pero esto no responde a la
pregunta. En verdad, para aproximarse a la respuesta directa, habría que
remontarse a miles de años atrás, hasta la época de los Reyes de mi pueblo, de
quienes Lito de Tharsis era uno de los últimos descendientes. Aquel pueblo, que
habitaba la península ibérica desde tiempos inmemoriales, lo denominaré, para
simplificar, “ibero” en adelante, sin que ello signifique adherir a ninguna
teoría antropológica o racial moderna: la verdad es que poco se sabe
actualmente de los iberos pues todo cuanto a ellos se refería, especialmente a
sus costumbres y creencias, fue sistemáticamente destruido u ocultado por
nuestros enemigos. Ahora bien, en la Epoca en que conviene comenzar a narrar
esta historia, los iberos se hallaban divididos en dos bandos irreconciliables,
que se combatían a muerte mediante un estado de guerra permanente. Los motivos
de esa enemistad no eran menores: se basaban en la práctica de Cultos
esencialmente contra-puestos, en la adoración de Dioses Enemigos. Por lo menos
esto era lo que veían los miembros corrientes de los pueblos combatientes. Sin
embargo, las causas eran más profundas y los miembros de la Nobleza gobernante,
Reyes y jefes, las conocían con bastante claridad. Según se susurraba en las
cámaras más reservadas de las cortes, puesto que se trataba de un secreto
celosamente guardado, había
sido en los días posteriores al Hundimiento de la Atlántida cuando, procedentes
del Mar Occidental, arribaron a los continentes europeo y africano grupos de
sobrevivientes pertenecientes a dos Razas diferentes: unos eran blancos,
semejantes a los miembros de mi pueblo, y los otros eran de tez más morena,
aunque sin ser completamente negros como los africanos. Estos grupos, no muy
numerosos, poseían conocimientos asombrosos, incomprensibles para los pueblos
continentales, y poderes terribles, poderes que hasta entonces sólo se
concebían como atributos de los Dioses. Así pues, poco les costó ir dominando a
los pueblos que hallaban a su paso. Y digo “que hallaban a su paso” porque los
Atlantes no se detenían jamás definitivamente en ningún lugar sino que
constantemente avanzaban hacia el Este. Mas tal marcha era muy lenta pues ambos
grupos se hallaban abocados a muy difíciles tareas, las que insumían mucho
tiempo y esfuerzo, y para concretar las cuales necesitaban el apoyo de los
pueblos nativos. En realidad, sólo uno efectuaba la tarea más “pesada” puesto
que, luego de estudiar prolijamente el terreno, se dedicaba a modificarlo en
ciertos lugares especiales mediante enormes construcciones megalíticas:
meñires, dólmenes, cromlechs, pozos, montes artificiales, cuevas, etc. Aquel grupo de “constructores” era
el de Raza blanca y había precedido en su avance al grupo moreno. Este último,
en cambio, parecía estar persiguiendo al grupo blanco pues su desplazamiento
era aún más lento y su tarea consistía en destruir o alterar mediante el
tallado de ciertos signos las construcciones de aquellos.
Como decía, estos grupos
jamás se detenían definitivamente en un sitio sino que, luego de concluir su
tarea, continuaban moviéndose hacia el Este. Empero, los pueblos nativos que
permanecían en los primitivos solares ya no podían retornar jamás a sus
antiguas costumbres: el contacto con los Atlantes los había trasmutado
culturalmente; el recuerdo de los hombres semidivinos procedentes del Mar
Occidental no podría ser olvidado por milenios. Y digo esto para plantear el caso
improbable de que algún pueblo continental hubiese podido permanecer
indiferente tras su partida: realmente esto no podía ocurrir porque la partida
de los Atlantes no fue nunca brusca sino cuidadosamente planificada, sólo
concretada cuando se tenía la seguridad de que, justamente, los pueblos nativos
se encargarían de cumplir con una “misión” que sería del agrado de los Dioses.
Para ello habían trabajado pacientemente sobre las mentes dúctiles de ciertos
miembros de las castas gobernantes, convenciéndolos sobre la conveniencia de
convertirse en sus representantes frente al pueblo. Una oferta tal sería
difícilmente rechazada por quien detente una mínima vocación de Poder pues
significa que, para el pueblo, el Poder de los Dioses ha sido transferido a algunos
hombres privilegiados, a algunos de sus miembros especiales: cuando el pueblo ha visto una vez el
Poder, y guarda memoria de él, su ausencia posterior pasa inadvertida si allí
se encuentran los representantes del Poder. Y sabido es que los regentes
del Poder acaban siendo los sucesores del Poder. A la partida de los Atlantes,
pues, siempre quedaban sus representantes, encargados de cumplir y hacer
cumplir la misión que “agradaba a los Dioses”.
¿Y en qué consistía aquella
misión? Naturalmente, tratándose del compromiso contraído con dos grupos tan
diferentes como el de los blancos o los morenos Atlantes no podía referirse
sino a dos misiones esencialmente opuestas. No describiré aquí los objetivos
específicos de tales “misiones” pues serían absurdas e incomprensibles para Ud.
Diré, en cambio, algo sobre las formas generales con que las misiones fueron
impuestas a los pueblos nativos. No es difícil distinguir esas formas e,
inclusive, intuir sus significados, si se observan los hechos con la ayuda del
siguiente par de principios. En primer lugar, hay que advertir que los grupos
de Atlantes desembarcados en los continentes luego del “Hundimiento de la
Atlántida” no eran meros sobre-vivientes de una catástrofe natural, algo así
como simples náufragos, sino hombres procedentes de una guerra espantosa y
total: el Hundimiento de la
Atlántida es, en rigor de la verdad, sólo una consecuencia, el final de una
etapa en el desarrollo de un conflicto, de una Guerra Esencial que comenzó
mucho antes, en el Origen extraterrestre del Espíritu humano, y que aún no ha
concluido. Aquellos hombres, entonces, actuaban regidos por las leyes de
la guerra: no efectuaban ningún movimiento que contradijese los principios de
la táctica, que pusiese en peligro la Estrategia de la Guerra Esencial.
La Guerra Esencial es un enfrentamiento de Dioses, un
conflicto que comenzó en el Cielo y luego se extendió a la Tierra,
involucrando a los hombres en su curso: en el teatro de operaciones de la
Atlántida sólo se libró una Batalla de la Guerra Esencial; y en el marco de las
fuerzas enfrentadas, los grupos de Atlantes que he mencionado, el blanco y el
moreno, habían intervenido como planificadores o estrategas de su bando
respectivo. Es decir, que ellos no habían sido ni los jefes ni los combatientes
directos en la Batalla de la Atlántida: en la guerra moderna sus funciones
serían las propias de los “analistas de Estado Mayor”...; salvo que aquellos
“analistas” no disponían de las elementales computadoras electrónicas
programadas con “juegos de guerra”, como los modernos, sino de un instrumento incomparablemente más perfecto
y temible: el cerebro humano especializado hasta el extremo de sus
posibilidades. En resumen, cuando se produce el desembarco continental, una
fase de la Guerra Esencial ha terminado: los jefes se han retirado a sus
puestos de comando y los combatientes directos, que han sobrevivido al
aniquilamiento mutuo, padecen diversa suerte: algunos intentan reagruparse y
avanzar hacia una vanguardia que ya no existe, otros creen haber sido
abandonados en el frente de batalla, otros huyen en desorden, otros acaban por
extraviarse o terminan olvidando la Guerra Esencial. En resumen, y empleando
ahora el lenguaje con que los Atlantes blancos hablaban a los pueblos
continentales, “los Dioses habían dejado de manifestarse a los hombres porque
los hombres habían fallado una vez más: no resolvieron aquí el conflicto,
planteado a escala humana, dejando que el problema regresase al Cielo y
enfrentase nuevamente a los Dioses. Pero los Dioses se habían enfrentado por razón del hombre, porque unos
Dioses querían que el Espíritu del hombre regresase a su Origen, más allá de
las estrellas, mientras que otros pretendían mantenerlo prisionero en el mundo
de la materia”.
Los Atlantes blancos estaban con los Dioses que querían
liberar al hombre del Gran Engaño de la Materia y afirmaban que se había
luchado reciamente por alcanzar ese objetivo. Pero el hombre fue débil y
defraudó a sus Dioses Liberadores: permitió que la Estrategia enemiga ablandase
su voluntad y le mantuviese sujeto a la Materia, impidiendo así que la
Estrategia de los Dioses Liberadores consiguiese arrancarlo de la Tierra.
Entonces la Batalla de la
Atlántida concluyó y los Dioses se retiraron a sus moradas, dejando al hombre prisionero de la
Tierra pues no fue capaz de comprender su miserable situación ni dispuso
de fuerzas para vencer en la lucha por la libertad espiritual. Pero Ellos no
abandonaron al hombre; simplemente, la Guerra ya no se libraba en la Tierra: un
día, si el hombre voluntariamente reclamaba su lugar en el Cielo, los Dioses
Liberadores retornarían con todo su Poder y una nueva oportunidad de plantear
la Batalla sería aprovechada; sería esta vez la Batalla Final, la última
oportunidad antes de que los Dioses regresasen definitivamente al Origen, más
allá de las estrellas[1]; entretanto, los “combatientes directos” por la
libertad del Espíritu que se reorientasen en el teatro de la Guerra, los que
recordasen la Batalla de la Atlántida, los que despertasen del Gran Engaño, o
los buscadores del Origen, deberían librar en la Tierra un durísimo combate
personal contra las Fuerzas Demoníacas de la Materia, es decir, contra
fuerzas enemigas abrumadoramente superiores... y vencerlas con voluntad
heroica: sólo así serían admitidos en el “Cuartel General de los Dioses”.
En síntesis, según los
Atlantes blancos, “una fase de la Guerra Esencial había finalizado, los Dioses
se retiraron a sus moradas y los combatientes estaban dispersos; pero los
Dioses volverían: lo probaban las presencias atlantes allí, construyendo y
preparando la Tierra para la Batalla Final. En la Atlántida, los Atlantes
morenos fueron Sacerdotes que propiciaban un culto a los Dioses Traidores al
Espíritu del hombre; los Atlantes blancos, por el contrario, pertenecían a una
casta de Constructores Guerreros, o Guerreros Sabios, que combatían en el bando
de los Dioses Liberadores del Espíritu del hombre, junto a las castas Noble y
Guerrera de los hombres rojos y amarillos, quienes nutrieron las filas de los
‘combatientes directos’. Por eso los Atlantes morenos intentaban destruir sus
obras: porque adoraban a las Potencias de la Materia y obedecían el designio
con que los Dioses Traidores encadenaron el Espíritu a la naturaleza animal del
hombre”.
Los Atlantes blancos provenían
de la Raza que la moderna Antropología denomina “de cromagnón”. Unos treinta mil años antes, los
Dioses Liberadores, que por entonces gobernaban la Atlántida, habían
encomendado a esta Raza una misión de principio, un encargo cuyo cumplimiento
demostraría su valor y les abriría las puertas de la Sabiduría: debían
expandirse por todo el mundo y exterminar al animal hombre, al homínido
primitivo de la Tierra que sólo poseía cuerpo y Alma, pero carecía de Espíritu
eterno[2], es decir, a la
Raza que la Antropología ha bautizado como de “neanderthal”, hoy extinguida.
Los hombres de Cromagnón cumplieron con tal eficiencia esa tarea, que fueron
recompensados por los Dioses Liberadores con la autorización para reagruparse y
habitar en la Atlántida. Allí adquirieron posteriormente el Magisterio de la
Piedra y fueron conocidos como Guardianes de la Sabiduría Lítica y Hombres de
Piedra. Así, cuando digo que “pertenecían a una casta de Constructores
Guerreros”, ha de entenderse “Constructores en Piedra”, “Guerreros Sabios en la
Sabiduría Lítica”. Y esta aclaración es importante porque en su Ciencia sólo se trabajaba con piedra, vale decir,
tanto las herramientas, como los materiales de su Ciencia, consistían en piedra
pura, con exclusión explícita de los metales. “Los metales, explicarían
luego a los iberos, representaban a las Potencias de la Materia y debían ser
cuidadosamente evitados o manipulados con mucha cautela”. Al transmitir la idea
de que la esencia del metal era demoníaca, los Atlantes blancos buscaban evidentemente
infundir un tabú en los pueblos aliados; tabú que, por lo menos en caso del
hierro, se mantuvo durante varios miles de años. Inversamente los Atlantes
morenos, sin dudas por su particular relación con las Potencias de la Materia,
estimulaban a los pueblos que les eran adictos a practicar la metalurgia y la
orfebrería, sin restricciones hacia ningún metal.
Y éste es el segundo
principio que hay que tener presente, Dr. Arturo Siegnagel: los Atlantes
blancos encomendaron a los iberos que los habían apoyado en las construcciones
megalíticas una misión que puede resumirse en la siguiente forma: proteger las
construcciones megalíticas y luchar a muerte contra los aliados de los Atlantes
morenos. Estos últimos, por su parte, propusieron a los iberos que los
secundaban una misión que podría formularse así: “destruir las construcciones megalíticas; si ello no fuese
posible, modificar las formas de las piedras hasta neutralizar las funciones de
los conjuntos; si ello no fuese posible, grabar en las piedras los signos
arquetípicos de la materia correspondientes con la función a neutralizar; si
ello no fuese posible, distorsionar al menos el significado bélico de la
construcción convirtiéndola en monumento funerario; etc.”; y: “combatir a
muerte a los aliados de los Atlantes blancos”.
Como dije antes, luego de
imponer estas “misiones” los Atlantes continuaban su lento avance hacia el
Este; los blancos siempre seguidos a prudente distancia por los morenos. Es por
eso que los morenos tardaron
miles de años en alcanzar Egipto, donde se asentaron e impulsaron una
civilización que duró otros tantos miles de años y en la cual oficiaron
nuevamente como Sacerdotes de las Potencias de la Materia.[3]
Los Atlantes blancos, en tanto, siguieron siempre hacia el Este, atravesando
Europa y Asia por una ancha franja que limitaba en el Norte con las regiones
árticas, y desapareciendo misteriosamente al fin de la pre-Historia: sin
embargo, tras de su paso, belicosos pueblos blancos se levantaron sin cesar,
aportando lo mejor de sus tradiciones guerreras y espirituales a la Historia de
Occidente.
Mas ¿a dónde se dirigían los Atlantes blancos? A la ciudad
de K'Taagar o Agartha, un sitio que, conforme a las revelaciones hechas a mi
pueblo, era el refugio de algunos de los Dioses Liberadores, los que aún
permanecían en la Tierra aguardando la llegada de los últimos combatientes.
Aquella ignota ciudad había sido construida en la Tierra hacía millones de
años, en los días en que los Dioses Liberadores vinieron de Venus y se
asentaron sobre un continente al que nombraron “Hiperbórea” en recuerdo de la
Patria del Espíritu. En
verdad, los Dioses Liberadores afirmaban provenir de “Hiperbórea”, un Mundo
Increado, es decir, no creado por el Dios Creador, existente “más allá del
Origen”: al Origen lo denominaban Thule y, según Ellos, Hiperbórea significaba
“Patria del Espíritu”. Había, así, una Hiperbórea original y una Hiperbórea
terrestre; y un centro isotrópico Thule, asiento del Gral, que reflejaba
al Origen y que era tan inubicable como éste. Toda la Sabiduría espiritual de
la Atlántida era una herencia de Hiperbórea y por eso los Atlantes blancos se
llamaban a sí mismos “Iniciados Hiperbóreos”. La mítica ciudad de Catigara o
Katigara, que figura en todos los mapas anteriores al descubrimiento de América
situada “cerca de China”, no es otra que K'Taagar, la morada de los Dioses
Liberadores, en la que sólo se permite entrar a los Iniciados Hiperbóreos o
Guerreros Sabios, vale decir, a los Iniciados en el Misterio de la Sangre Pura.
Finalmente, los Atlantes
partieron de la península ibérica. ¿Cómo se aseguraron que las “misiones” impuestas a los pueblos nativos
serían cumplidas en su ausencia? Mediante la celebración de un pacto con
aquellos miembros del pueblo que iban a representar el Poder de los Dioses[4],
un pacto que de no ser cumplido arriesgaba algo más que la muerte de la vida:
los colaboradores de los Atlantes morenos ponían en juego la inmortalidad del
Alma, en tanto que los seguidores de los Atlantes blancos respondían con la
eternidad del Espíritu. Pero ambas misiones, tal como dije, eran esencial-mente
diferentes, y los acuerdos en que se fundaban, naturalmente, también lo eran:
el de los Atlantes blancos fue un Pacto de Sangre, mientras que el de los
Atlantes morenos consistió en un Pacto Cultural.
Evidentemente, Dr. Siegnagel,
esta carta será extensa y tendré que escribirla en varios días. Mañana
continuaré en el punto suspendido del relato, y haré un breve paréntesis para
examinar los dos Pactos: es necesario, pues de allí surgirán las claves que le
permitirán interpretar mi propia historia.
Segundo Día
Comenzaré por el Pacto de Sangre. El mismo
significa que los Atlantes blancos mezclaron su sangre con los representantes
de los pueblos nativos, que también eran de Raza blanca, generando las primeras
dinastías de Reyes Guerreros de Origen Divino: lo eran, afirmarían luego,
porque descendían de los Atlantes blancos, quienes a su vez sostenían ser Hijos
de los Dioses.[5] Pero los Reyes Guerreros debían preservar esa
herencia Divina apoyándose en una Aristocracia de la Sangre y el Espíritu,
protegiendo su pureza racial: es lo que harían fielmente durante milenios...
hasta que la Estrategia enemiga operando a través de las Culturas extranjeras
consiguió cegarlos o enloquecerlos y los llevó a quebrar el Pacto de Sangre. Y
aquella falta al compromiso con los Hijos de los Dioses fue, como Ud. verá
enseguida Dr., causa de grandes males.
Desde luego, el Pacto de
Sangre incluía algo más que la herencia genética. En primer lugar estaba la promesa
de la Sabiduría: los Atlantes blancos habían asegurado a sus descendientes, y
futuros representantes, que la lealtad a la misión sería recompensada por los
Dioses Liberadores con la Más Alta Sabiduría, aquella que permitía al Espíritu
regresar al Origen, más allá de las estrellas. Vale decir, que los Reyes
Guerreros, y los miembros de la Aristocracia de la Sangre, se convertirían
también en Guerreros Sabios, en Hombres de Piedra, como los Atlantes blancos,
con sólo cumplir la misión y respetar el Pacto de Sangre; por el contrario, el olvido de la misión o la
traición al Pacto de Sangre traerían graves consecuencias: no se trataba de un
“castigo de los Dioses” ni de nada semejante, sino de perder la Eternidad, es decir, de
una caída espiritual irreversible, más terrible aún que la que había encadenado
el Espíritu a la Materia. “Los Dioses Liberadores, según la particular
descripción que los Atlantes blancos hacían a los pueblos nativos, no
perdonaban ni castigaban por sus actos; ni siquiera juzgaban pues estaban más
allá de toda Ley; sus miradas sólo reparaban en el Espíritu del hombre,[6]
o en lo que había en él de espiritual, en su voluntad de abandonar la materia;
quienes amaban la Creación, quienes deseaban permanecer sujetos al dolor y al
sufrimiento de la vida animal, aquellos que, por sostener estas ilusiones u
otras similares, olvidaban la misión o traicionaban el Pacto de Sangre, no
afrontarían ¡no! ningún castigo: sólo era segura la pérdida de la eternidad...
a menos que se considerase un ‘castigo’ la implacable indiferencia que los
Dioses Liberadores exhiben hacia todos los Traidores”.
Con respecto a la Sabiduría,
los pueblos nativos recibían en todos los casos una prueba directa de que
podían adquirir un conocimiento superior, una evidencia concreta que hablaba
más que las incomprensibles artes empleadas en las construcciones megalíticas:
y esta prueba innegable, que situaba a los pueblos nativos por encima de
cualquier otro que no hubiese hecho tratos con los Atlantes, consistía en la
comprensión de la Agricultura y de la forma de domesticar y gobernar a las
poblaciones animales útiles al hombre. En efecto, a la partida de los Atlantes
blancos, los pueblos nativos contaban para sostenerse en su sitio, y cumplir la
misión, con la poderosa ayuda de la Agricultura y de la Ganadería, sin importar
qué hubiesen sido antes: recolectores, cazadores o simples guerreros
saqueadores. El cercado mágico de los campos, y el trazado de las ciudades
amuralladas, debía realizarse en la tierra por medio de un arado de piedra que
los Atlantes blancos legaban a los pueblos nativos para tal efecto: se trataba
de un instrumento lítico diseñado y construído por Ellos, del que no tenían que
desprenderse nunca y al que sólo emplearían para fundar los sectores agrícolas
y urbanos en la tierra ocupada. Naturalmente, ésta era una prueba de la
Sabiduría pero no la Sabiduría en sí. ¿Y qué de la Sabiduría?, ¿cuándo se obtendría el conocimiento
que permitía al Espíritu viajar más allá de las estrellas? Individualmente
dependía de la voluntad puesta en regresar al Origen y de la orientación con
que esa voluntad se dirigiese hacia el Origen: cada uno podría irse en
cualquier momento y desde cualquier lugar si adquiría la Sabiduría procedente
de la voluntad de regresar y de la orientación hacia el Origen; el combate
contra las Potencias de la Materia tendría que ser resuelto, en este caso,
personalmente: ello constituiría una hazaña del Espíritu y sería tenido
en alta estima por los Dioses Liberadores. Colectivamente, en cambio, la Sabiduría
de la Liberación del Espíritu, la que haría posible la partida de todos los
Guerreros Sabios hacia K'Taagar y, desde allí, hacia el Origen, sólo se
obtendría cuando el teatro de operaciones de la Guerra Esencial se trasladase
nuevamente a la Tierra: entonces los Dioses Libera-dores volverían a
manifestarse a los hombres para conducir a las Fuerzas del Espíritu en la
Batalla Final contra las Potencias de la Materia. Hasta entonces, los Guerreros
Sabios deberían cumplir eficazmente con la misión y prepararse para la Batalla
Final: y en ese entonces, cuando fuesen convocados por los Dioses para ocupar
su puesto en la Batalla, les tocaría a los Guerreros Sabios en conjunto
demostrar la Sabiduría del Espíritu. Tal como afirmaban los Atlantes blancos,
ello sería inevitable si los pueblos nativos cumplían su misión y respetaban el
Pacto de Sangre pues, “entonces”, la Máxima Sabiduría coincidiría con la Más
Fuerte Voluntad de regresar al Origen, con la Mayor Orientación hacia el
Origen, con el Más Alto Valor resuelto a combatir contra las Potencias de la
Materia, y con la Máxima Hostilidad Espiritual hacia lo no espiritual.
Colectivamente, pues, la
máxima Sabiduría se revelaría al final, durante la Batalla Final, en un momento
que todos los Guerreros Sabios reconocerían simultáneamente ¿Cómo? la
oportunidad sería reconocida directamente con la Sangre Pura, en una percepción
interior, o mediante la “Piedra de Venus”.
A los Reyes Guerreros de cada
pueblo aliado, es decir, a sus descendientes, los Atlantes blancos legaban
también una Piedra de Venus, gema semejante a una esmeralda del tamaño del puño
de un niño. Aquella piedra, que había sido traída a la Tierra por los Dioses
Liberadores, no estaba facetada en modo alguno sino finamente pulida, mostrando
sobre un sector de la superficie una ligera concavidad en cuyo centro se
observaba el Signo del Origen.
De acuerdo con lo que los Atlantes blancos revelaron a los Reyes Guerreros,
antes de la caída del Espíritu extraterrestre en la Materia, existía en la
Tierra un animal-hombre extremadamente primitivo, hijo del Dios Creador de
todas las formas materiales: tal animal hombre poseía esencia anímica, es
decir, un Alma capaz de alcanzar la inmortalidad, pero carecía del Espíritu
eterno que caracterizaba a los Dioses Liberadores o al propio Dios Creador. Sin
embargo, el animal hombre estaba destinado a obtener evolutivamente un alto
grado de conocimiento sobre la Obra del Creador, conocimiento que se resumía en
el Signo de la Serpiente; con otras palabras, la serpiente representaba el más
alto conocimiento para el animal hombre. Luego de protagonizar el Misterio de
la Caída, el Espíritu vino a quedar incorporado al animal hombre, prisionero de
la Materia, y surgió la necesidad de su liberación. Los Dioses
Liberadores, que en esto se mostraron tan terribles como el maldito Dios
Creador Cautivador de los Espíritus, sólo atendían, como se dijo, a quienes
disponían de voluntad de regresar al Origen y exhibían orientación hacia el
Origen; a esos Espíritus valientes, los Dioses decían: “has perdido el Origen y
eres prisionero de la serpiente: ¡con el Signo del Origen, comprende a la
serpiente, y serás nuevamente libre en el Origen!”.
Así, pues, la Sabiduría
consistía en comprender a la serpiente, con el Signo del Origen. De aquí la
importancia del legado que los Atlantes blancos concedían por el Pacto de
Sangre: la Sangre Pura, sangre de los Dioses, y la Piedra de Venus, en cuya
concavidad se observaba el Signo del Origen. Esa herencia, sin duda alguna,
podía salvar al Espíritu si “con el Signo del Origen se comprendía a la
serpiente”, tal como ordenaban los Dioses. Pero concretar la Sabiduría de la
Liberación del Espíritu no sería tarea fácil pues en la Piedra de Venus no
estaba plasmado de ningún modo el Signo del Origen: sobre ella, en su
concavidad, sólo se lo podía “observar”. Y lo veía allí solamente quien
respetaba el Pacto de Sangre pues, en verdad, lo que existía como herencia
Divina de los Dioses era un Símbolo del Origen en la Sangre Pura: el Signo del
Origen, observado en la Piedra de Venus, era sólo el reflejo del Símbolo del
Origen presente en la Sangre Pura de los Reyes Guerreros, de los Guerreros
Sabios, de lo Hijos de los Dioses, de los Hombres Semidivinos que, junto a un
cuerpo animal y a un Alma material, poseían un Espíritu Eterno. Si se traicionaba el Pacto de
Sangre, si la sangre se tornaba impura, entonces el Símbolo del Origen se
debilitaría y ya no podría ser visto el Signo del Origen sobre la Piedra de
Venus: se perdería así la posibilidad de “comprender a la serpiente”, la máxima
Sabiduría, y con ello la oportunidad, la última oportunidad, de incorporarse a
la Guerra Esencial. Por el contrario, si se respetaba el Pacto de
Sangre, si se conservaba la Sangre Pura, entonces la Piedra de Venus podría ser
denominada con justeza “espejo de la Sangre Pura” y quienes observasen sobre
ella el Signo del Origen serían “Iniciados en el Misterio de la Sangre Pura”,
verdaderos Guerreros Sabios.
Los Atlantes blancos
afirmaban que su avance continental estaba guiado directamente por un Gran Jefe
Blanco al que llamaban Navután. Ese Jefe al que sólo ellos veían, y por el que
expresaban un profundo respeto y veneración, tenía fama de haber sido quien
reveló a los mismos Atlantes blancos el Signo del Origen. Naturalmente, el Signo
del Origen sería incomunicable puesto que sólo puede ser visto por quien posee
previamente, en su sangre, el Símbolo del Origen. La Piedra de Venus, el Espejo
de la Sangre Pura, permitía justamente obtener afuera un reflejo del Símbolo
del Origen: pero aquel
reflejo, el Signo del Origen, no podía ser comunicado ni por Iniciación ni por
ninguna otra función social si el receptor carecía de la herencia del Símbolo
del Origen. Inclusive entre los Atlantes blancos hubo un tiempo en el que sólo
unos pocos, individualmente, lograban conocer el Símbolo del Origen.[7]
La dificultad estribaba en la imposibilidad de establecer una correspondencia
entre lo Increado y lo Creado: era como si la materia fuese impotente para
reflejar lo Increado. De hecho, las Piedras de Venus habían sido modificadas
estructuralmente por los Dioses Liberadores para que cumpliesen su función. Con
el propósito de resolver este problema y de dotar a su Raza de la Más Alta
Sabiduría, mayor aún que la Sabiduría Lítica conocida por ellos, Navután había
descendido al Infierno. Por lo menos eso era lo que contaban los Atlantes
blancos. Aquí, luchó contra las Potencias de la Materia pero no consiguió
obligarlas a reflejar el Símbolo del Origen para que fuese visto por todos los
miembros de su Raza. Al parecer fue Frya, su Divina Esposa, quien resolvió el
problema: pudo expresar el Signo del Origen mediante la danza.
Todos los movimientos de la
danza proceden del movimiento de las aves, de sus Arquetipos. El descubrimiento
de Frya permitió a Navután comprender al Signo del Origen con la Lengua de los
Pájaros y expresarlo del mismo modo. Mas no era ésta una lengua compuesta por
sonidos sino por movimientos significativos que realizaban ciertas aves en
conjunto, especialmente las aves zancudas, como la garza o la grulla, y las
aves gallináceas como la perdiz, el pavo o el faisán: según Navután, para
comprender al Signo del Origen se requerían exactamente “trece más tres
Vrunas”, es decir, un alfabeto de dieciséis signos denominados Vrunas o
Varunas.
Gracias a Navután y Frya, los
Atlantes blancos eran Arúspices (de ave spicere), vale decir, estaban dotados
para comprender el Signo del Origen observando el vuelo de las aves: la Lengua
de los Pájaros representaba, para ellos, una victoria racial del Espíritu
contra las Potencias de la Materia.
Así se sintetizaría la
Sabiduría de Navután: quien
comprendiese el alfabeto de dieciséis Vrunas comprendería la Lengua de los
Pájaros. Quien comprendiese la Lengua de los Pájaros comprendería el Signo del
Origen. Quien comprendiese el Signo del Origen comprendería a la serpiente. Y
quien comprendiese a la serpiente, con el Signo del Origen, podría ser libre en
el Origen.
Es
claro que los Atlantes blancos no confiaban en la perdurabilidad de la Lengua
de los Pájaros, la que, a pesar de todo, transmitían a sus descendientes del
Pacto de Sangre. Preveían que, de triunfar el Pacto Cultural de los Atlantes
morenos, la lengua sagrada pronto sería olvidada por lo hombres; en ese caso,
la única garantía de que al menos alguien individualmente consiguiese ver el
Signo del Origen, estaría constituida por la Piedra de Venus. Con gran acierto,
basaron en ella el éxito de la misión. Así, cuando los Atlantes blancos se
despidieron de mis Antepasados, Dr. Siegnagel, les sugirieron un modo adecuado
para asegurar el cumplimiento de la misión. Ante todo se debería respetar sin
excepciones el Pacto de Sangre y mantener, para ello, una Aristocracia de la
Sangre Pura. De esta Aristocracia, que comenzaba con los descendientes de los
Atlantes blancos, ya se habían seleccionado los primeros Reyes y las Guerreras
Sabias que custodiarían el Arado de Piedra y la Piedra de Venus: en efecto, al
principio cada pueblo fue dividido exogámicamente en tres grupos, cada uno de
los cuales tenía el derecho de emplear los instrumentos líticos y aportaba,
para su custodia común, una Guerrera Sabia; ellas conservaban los instrumentos
en el interior de una gruta secreta y, cuando debían ser utilizados, los
transportaban las tres en conjunto; los tres grupos del pueblo, por supuesto,
obedecían a un mismo Rey; con el correr de los siglos, a causa de la derrota
cultural que luego expondré, la triple división del pueblo fue olvidada, aunque
perduró por mucho tiempo la costumbre de confiar la custodia de los instrumentos
líticos a las “Tres Guerreras Sabias” o Vrayas.
En consiguiente lugar, todos
los Reyes y los Nobles de la Sangre serían Iniciados en el Misterio de la
Sangre Pura: la Iniciación sería a los dieciséis años, cuando se los
enfrentaría con la Piedra de Venus y se trataría de que observasen en ella el
Signo del Origen. Quien pudiese observarlo dispondría en ese mismo momento de
la Sabiduría suficiente como para concretar la autoliberación del Espíritu y
partir hacia el Origen. Mas, si el Guerrero Sabio era un Rey, o un Héroe que
deseaba posponer su propia libertad espiritual en procura de la liberación de
la Raza, dos serían los pasos a seguir. El primero consistía en cumplir la
orden de los Dioses Liberadores y “comprender a la serpiente con el Signo del Origen”,
comunicando luego la Sabiduría lograda a los restantes Iniciados. Una vez visto
el Signo del Origen, el segundo paso del Iniciado exigía no apartar la atención
de la Piedra de Venus porque en ella, sobre su concavidad, algún día se vería
la Señal Lítica de K'Taagar, esto es, una imagen que señalaría el camino hacia
la Ciudad de los Dioses Liberadores.
Este principio daría lugar a
una secreta institución entre los iberos, de la cual hablaré mucho
posteriormente, la de los Noyos y las Vrayas, cuerpo de Iniciados consagrados a
custodiar en todo tiempo y lugar a la Piedra de Venus y aguardar la
manifestación del Símbolo del Origen.
Así fue como a los descendientes o aliados de los
Atlantes blancos, que ejecutaban el primer paso en la comprensión de la
serpiente, y la representaban ora con la forma real del reptil, ora
abstractamente con la forma de la espiral, se los tomó universalmente por
adoradores de los ofidios. Tal confusión fue empleada malignamente para
adjudicar a los Guerreros Sabios toda suerte de actos e intenciones tenebrosas[8];
con ese propósito el Enemigo asoció la serpiente a las ideas que más temor o
repugnancia causaban en los pueblos ignorantes de la Tierra: la noche, la luna,
las fuerzas demoníacas, todo lo que es reptante o subterráneo, lo oculto, etc.
De ese modo, mediante una vulgarización calumniosa y malintencionada de sus
actos, ya que nadie salvo los Iniciados conocían la existencia de la Piedra de
Venus y del Signo del Origen, se consiguió culpar a los Guerreros Sabios de Magia
Negra, es decir, de las artes mágicas más groseras, aquellas que se practican
con el concurso de las pasiones del cuerpo y del Alma: ¡Curiosa paradoja! ¡Los
Iniciados en el Misterio de la Sangre Pura acusados de Magia Negra y humanidad!
¡justamente Ellos que, por comprender a la serpiente, símbolo total del
conocimiento humano, estaban fuera de lo humano!
Tercer Día
El Pacto Cultural sobre el que los Atlantes morenos basaban sus
alianzas, por su parte, era esencialmente diferente del Pacto de Sangre. Aquel
acuerdo se fundaba en el sostén perpetuo de un Culto. Más clara-mente, el
fundamento de la alianza consistía en la fidelidad indeclinable a un Culto
revelado por los Atlantes morenos; el Culto exigía la adoración incondicional de los miembros del pueblo
nativo a un Dios y el cumplimiento de Su Voluntad, la que se manifestaría a
través de sus representantes, la casta sacerdotal formada e instruida por los
Atlantes morenos. No debe interpretarse con esto que los Atlantes morenos
iniciaban a los pueblos nativos en el Culto de su propio Dios pues Ellos
afirmaban ser la expresión terrestre de Dios, que era el Dios Creador del
Universo; ellos, decían, eran consubstanciales con Dios y tenían un alto
propósito que cumplir sobre la Tierra, además de destruir la obra de los
Atlantes blancos: su propia
misión consistía en levantar una gran civilización de la cual saldría, al Final
de los Tiempos, un Pueblo elegido de Dios, también consubstancial con Este, al
cual le sería dado reinar sobre todos los pueblos de la Tierra; ciertos
Angeles, a quienes los malditos Atlantes blancos denominaban “Dioses Traidores
al Espíritu”, apoyarían entonces al Pueblo Elegido con todo su Poder; pero
estaba escrito que aquella Sinarquía no podría concretarse sin expulsar de la
Tierra a los enemigos de la Creación, a quienes osaban descubrir a los hombres
los Planes de Dios para que estos se rebelasen y apartasen de Sus designios;
sobrevendría entonces la Batalla Final entre los Hijos de la Luz y los Hijos de
las Tinieblas, vale decir, entre quienes adorasen al Dios Creador con el
corazón y quienes comprendiesen a la serpiente con la mente.
Resumiendo, los Atlantes
morenos, que “eran la expresión de Dios”, no se proponían a sí mismos como
objeto del Culto ni exponían a los pueblos nativos su concepción de Dios, la
cual se reduciría a una “Autovisión” que el Dios Creador experimentaría desde
su manifestación en los Atlantes morenos: en cambio, revelaban a los pueblos
nativos el Nombre y el Aspecto de algunos Dioses celestiales, que no eran sino
Rostros del Dios Creador, otras manifestaciones de El en el Cielo; los astros
del firmamento, y todo cuerpo celeste visible o invisible, expresaban a estos
Dioses. Según la particular psicología de cada pueblo nativo sería, pues, el
Dios revelado: a unos, los más primitivos, se les mostraría a Dios como el Sol,
la Luna, un planeta o estrella, o determinada constelación; a otros, más
evolucionados, se les diría que en tal o cual astro residía el Dios de sus
Cultos. En este caso, se les autorizaba a representar al Dios mediante un
fetiche o ídolo que simbolizase su Rostro oculto, aquél con el cual los
sacerdotes lo percibían en Su residencia astral.
Sea como fuere, que Dios
fuese un astro, que existiese tras un astro, que se manifestase en el mundo
circundante, en la Creación entera, en los Atlantes morenos, o en cualquier
otra casta sacerdotal, el
materialismo de semejante concepción es evidente: a poco que se profundice en
ello se hará patente la materia, puesta siempre como extremo real de la
Creación de Dios, cuando no como la substancia misma de Dios,
constituyendo la referencia natural de los Dioses, el soporte esencial de la
existencia Divina.
Es indudable que los Atlantes
morenos adoraban a las Potencias de la Materia pues todo lo sagrado para ellos,
aquello por ejemplo que señalaban a los pueblos nativos en el Culto, se fundaba
en la materia. En efecto, la santidad que se obtenía por la práctica sacerdotal
procedía de una inexorable santificación del cuerpo y de los cuerpos. Y el
Poder consecuente, demostrativo de la superioridad sacerdotal, consistía en el
dominio de las fuerzas de la naturaleza o, en última instancia, de toda fuerza.
Mas, las fuerzas no eran sino manifestaciones de los Dioses: las fuerzas emergían
de la materia o se dirigían a ella, y su formalización era equivalente a su
deificación. Esto es: el Viento, el Fuego, el Trueno, la Luz, no podían ser
sino Dioses o la Voluntad de Dioses; el dominio de las fuerzas era, así, una
comunión con los Dioses. Y por eso la más alta santidad sacerdotal, la que se demostraba por el dominio del
Alma, fuese ésta concebida como cuerpo o como fuerza, significaba también la
más abyecta sumisión a las Potencias de la Materia.
El movimiento de los astros
denotaba el acto de los Dioses: los Planes Divinos se desarrollaban con tales
movimientos en los que cada ritmo, período, o ciclo, tenían un significado
decisivo para la vida humana. Por lo tanto, los Atlantes morenos divinizaban el
Tiempo bajo la forma de los ciclos astrales o naturales y trasmitían a los
pueblos nativos la creencia en las Eras o Grandes Años: durante un Gran Año se
concretaba una parte del Plan que los Dioses habían trazado para el hombre, su
destino terrestre. El último Gran Año, que duraría unos veintiséis mil años
solares, habría comenzado miles de años antes, cuando el Cisne del Cielo se
aproximó a la Tierra y los hombres de la Atlántida vieron descender al Dios
Sanat: venía para ser el Rey del Mundo enviado por el Dios Sol Ton, el Padre de
los Hombres, Aquel que es Hijo del Dios Perro Sin. Los Atlantes morenos glorificaban el momento en que
Sanat llegó a la Tierra y difundían entre los pueblos nativos el Símbolo del
Cisne como señal de aquel recuerdo primigenio: de allí que el Símbolo del
Cisne, y luego el de toda ave palmípeda, fuese considerado universalmente como
la evidencia de que un pueblo nativo determinado había concertado el Pacto
Cultural; vale decir, que aunque el Dios al que rendían Culto los
pueblos nativos fuese diferente, Beleno, Lug, Bran, Proteo, etc., la
identificación común con el Símbolo del Cisne delataba la institución del Pacto
Cultural. Posteriormente, tras la partida de los Atlantes, el pleito entre los pueblos nativos
se simbolizaría como una lucha entre el Cisne y la Serpiente, pues el conflicto
era entre los partidarios del Símbolo del Cisne y los que “comprendían al
Símbolo de la Serpiente”; por supuesto, el significado de esa alegoría
sólo fue conocido por los Iniciados.
El Dios Sanat se instaló en
el Trono de los Antiguos Reyes del Mundo, existente desde millones de años
antes en el Palacio Korn de la Isla Blanca Gyg, conocida posteriormente en el
Tíbet como Chang Shambalá o Dejung. Allí disponía para gobernar del concurso de
incontables Almas, pues la Isla Blanca estaba en la Tierra de los Muertos: sin
embargo, a la Isla Blanca sólo llegaban las Almas de los Sacerdotes, de
aquellos que en todas las Epocas habían adorado al Dios Creador. El Rey del Mundo presidía una
Fraternidad Blanca o Hermandad Blanca integrada por los más Santos Sacerdotes,
vivos o muertos, y apoyada en su accionar sobre la humanidad con el Poder de
esos misteriosos Angeles, Seraphim Nephilim, que los Atlantes blancos
calificaban de Dioses Traidores al Espíritu del Hombre: de acuerdo a los
Atlantes blancos, los Seraphim Nephilim sólo serían doscientos, pero su Poder
era tan grande, que regían sobre toda la Jerarquía Oculta de la Tierra;
contaban, para ejercer tal Poder, con la autorización del Dios Creador, y les
obedecían ciegamente los Sacerdotes e Iniciados del Pacto Cultural, quienes
formaban en las filas de la “Jerarquía Oculta” o “Jerarquía Blanca” de la
Tierra. En resumen, en Chang Shambalá, en la Isla Blanca, existía la
Fraternidad Blanca, a cuya cabeza estaban los Seraphim Nephilim y el Rey del Mundo.
Cabe aclarar que la
“blancura” predicada sobre la Mansión insular del Rey del Mundo o su
Fraternidad no se refería a una cualidad racial de sus moradores o integrantes
sino a la iluminación que indefectiblemente estos poseerían con respecto al
resto de los hombres. La Luz, en efecto, era la cosa más Divina, fuese la luz
interior, visible por los ojos del Alma, o la luz solar, que sostenía la vida y
se percibía con los sentidos del cuerpo: y esta devoción demuestra, una vez
más, el materialismo metafísico que sustentaban los Atlantes morenos. Según
ellos, a medida que el Alma evolucionaba y se elevaba hacia el Dios Creador
“aumentaba su luz”, es decir, aumentaba su aptitud para recibir y dar luz, para
convertirse finalmente en pura luz: naturalmente esa luz era una cosa creada
por Dios, vale decir, una cosa finita, el límite de la perfección del Alma,
algo que no podría ser sobrepasado sin contradecir los Planes de Dios, sin caer
en la herejía más abominable. Los Atlantes blancos, contrariamente, afirmaban
que en el Origen, más allá de las estrellas, existía una Luz Increada que sólo
podía ser vista por el Espíritu: esa luz infinita era imperceptible para el
Alma. Empero, aunque invisible, frente a ella el Alma se sentía como ante la
negrura más impenetrable, un abismo infinito, y quedaba sumida en un terror
incontrolable: y eso se debía a que la Luz Increada del Espíritu transmitía al
Alma la intuición de la muerte eterna en la que ella, como toda cosa creada,
terminaría su existencia al final de un super “Gran Año” de manifestación del
Dios Creador, un “Mahamanvantara”.
De modo que la “blancura” de
la Fraternidad a la que pertenecían los Atlantes morenos no provenía del color
de la piel de sus integrantes sino de la “luz” de sus Almas: la Fraternidad
Blanca no era racial sino religiosa. Sus filas se nutrían sólo de Sacerdotes
Iniciados, quienes ocupaban siempre un “justo lugar” de acuerdo a su devoción y
obediencia a los Dioses. La sangre de los vivos tenía para ellos un valor
relativo: si con su pureza se mantenía cohesionado al pueblo nativo aliado
entonces habría que conservarla, mas, si la protección del Culto requería del
mestizaje con otro pueblo, podría degradarse sin problemas. El Culto sería el eje de la
existencia del pueblo nativo y todo le estaría subordinado en importancia;
todo, al fin, debía ser sacrificado por el Culto: en primer lugar la Sangre
Pura de los pueblos aliados a los Atlantes blancos. Era parte de la
misión, una obligación del Pacto Cultural: la Sangre Pura derramada alegraba a
los Dioses y Ellos reclamaban su ofrenda. Por eso los Sacerdotes Iniciados
debían ser Sacrificadores de la Sangre Pura, debían exterminar a los Guerreros
Sabios o destruir su herencia genética, debían neutralizar el Pacto de Sangre.
Hasta aquí he descripto las
principales características de los dos Pactos. No pude evitar el empleo de
conceptos oscuros o poco habituales pero tendrá que comprender, estimado Dr.,
que carezco del tiempo necesario para entrar en mayores detalles. Sin embargo,
antes de continuar con la historia de mi pueblo y mi familia, haré un
comentario sobre las consecuencias que las alianzas con los Atlantes trajeron a
los pueblos nativos.
Si en algo descollaron en la Historia las castas
sacerdotales formadas por los Atlantes morenos, aparte de su fanatismo y
crueldad, fue en el arte del engaño. Hicieron, literalmente, cualquier
sacrificio si éste contribuía a la preservación del Culto: el cumplimiento de
la misión, ese Alto Propósito que satisfacía la Voluntad de los Dioses,
justificaba todos los medios empleados y los convirtió en maestros del engaño.
Y entonces no debe extrañar que muchas veces simulasen ser Reyes, o se
escudasen detrás de Reyes y Nobles, si ello favorecía sus planes; pero esto no
puede confundir a nadie: Reyes, Nobles o Señores, si sus actos apuntaban a
mantener un Culto, si profesaban devota sumisión a los Dioses de la Materia, si
derramaban la Sangre Pura o procuraban degradarla, si perseguían a los Sabios o
afirmaban la herejía de la Sabiduría, indudablemente se trataba de Sacerdotes
camouflados, aunque sus funciones sociales aparentasen lo contrario. El Principio para establecer la
filiación de un pueblo aliado de los Atlantes consiste en la oposición entre el
Culto y la Sabiduría: el sostenimiento de un Culto a las Potencias de la
Materia, a Dioses que se sitúan por arriba del hombre y aprueban su miserable
existencia terrenal, a Dioses Creadores o Determinadores del Destino del
hombre, coloca automáticamente a sus cultores en el marco del Pacto Cultural,
estén o no los Sacerdotes a la vista.
Opuestamente, los Dioses de
los Atlantes blancos no requerían ni Culto ni Sacerdotes: hablaban directamente
en la Sangre Pura de los Guerreros, y éstos, justamente por escuchar Sus Voces,
se tornaban Sabios. Ellos no
habían venido para conformar al hombre en su despreciable condición de esclavo
en la Tierra sino para incitar al Espíritu humano a la rebelión contra el Dios
Creador de la prisión material y a recuperar la libertad absoluta en el Origen,
más allá de las estrellas. Aquí sería siempre un siervo de la carne, un
condenado al dolor y al sufrimiento de la vida; allí sería el Dios que antes
había sido, tan poderoso como Todos. Y, desde luego, no habría paz para el
Espíritu mientras no concretase el Regreso al Origen, en tanto no reconquistase
la libertad original; el Espíritu era extranjero en la Tierra y prisionero de
la Tierra: salvo aquél que estuviese dormido, confundido en un extravío
extremo, hechizado por la ilusión del Gran Engaño, en la Tierra el Espíritu
sólo podría manifestarse perpetuamente en guerra contra las Potencias de la
Materia que lo retenían prisionero. Sí; la paz estaba en el Origen: aquí sólo podría haber guerra para el
Espíritu despierto, es decir, para el Espíritu Sabio; y la Sabiduría sólo
podría ser opuesta a todo Culto que obligase al hombre a ponerse de rodillas
frente a un Dios.
Los Dioses Liberadores jamás
hablaban de paz sino de Guerra y Estrategia: y entonces la Estrategia consistía
en mantenerse en estado de alerta y conservar el sitio acordado con los
Atlantes blancos, hasta el día en que el teatro de operaciones de la Guerra
Esencial se trasladase nuevamente a la Tierra. Y ésto no era la paz sino la
preparación para la guerra. Pero cumplir con la misión, con el Pacto de Sangre, mantener al pueblo en
estado de alerta, exigía cierta técnica, un modo de vida especial que les
permitiese vivir como extranjeros en la Tierra. Los Atlantes blancos
habían transferido a los pueblos nativos un modo de vida semejante, muchas de
cuyas pautas serían actualmente incomprensibles. Empero, trataré de exponer los
principios más evidentes en que se basaba para conseguir los objetivos
propuestos: sencillamente, se trataba de tres conceptos, el principio de la Ocupación, el principio del
Cerco, y el principio de la Muralla; tres conceptos complementados por
aquel legado de la Sabiduría Atlante que eran la Agricultura y la Ganadería.
En primer lugar, los pueblos aliados de los Atlantes
blancos no deberían olvidar nunca el principio de la Ocupación del territorio y
tendrían que prescindir definitivamente del principio de la propiedad de la
tierra, sustentado por los partidarios de los Atlantes morenos. Con otras
palabras, la tierra habitada era tierra ocupada no tierra propia; ¿ocupada a
quién? al Enemigo, a las Potencias de la Materia.[9] La convicción de
esta distinción principal bastaría para mantener el estado de alerta porque el
pueblo ocupante era así consciente de que el Enemigo intentaría recuperar el
territorio por cualquier medio: bajo la forma de los pueblos nativos aliados a
los Atlantes morenos, como otro pueblo invasor o como adversidad de las Fuerzas
de la naturaleza. Creer en la propiedad de la tierra, por el contrario,
significaba bajar la guardia frente al Enemigo, perder el estado de alerta y
sucumbir ante Su Poder de Ilusión.
Comprendido y aceptado el principio de Ocupación, los
pueblos nativos debían proceder, en segundo término, a cercar el territorio
ocupado o, por lo menos, a señalar su área. ¿Por qué? porque el principio del
Cerco permitía separar el territorio ocupado del territorio enemigo:
fuera del área ocupada y cercada se extendía el territorio del Enemigo. Recién
entonces, cuando se disponía de un área ocupada y cercada, se podía sembrar y
hacer producir a la tierra.
En efecto, en el modo de vida
estratégico heredado de los Atlantes blancos, los pueblos nativos estaban
obligados a obrar según un orden estricto, que ningún otro principio permitía
alterar: en tercer lugar, después de la ocupación y el cercado, recién se podía
practicar el cultivo. La causa de esta rigurosidad era la capital importancia
que los Atlantes blancos atribuían al cultivo como acto capaz de liberar al
Espíritu o de aumentar su esclavitud en la Materia. La fórmula correcta era la
siguiente: si un pueblo de Sangre Pura realizaba el cultivo sobre una tierra
ocupada, y no olvidaba en ningún momento al Enemigo que acechaba afuera,
entonces, dentro del cerco, sería libre para elevarse hasta el Espíritu y
adquirir la Más Alta Sabiduría. En caso contrario, si se cultivaba la tierra creyendo en su propiedad,
las Potencias de la Materia emergerían de la Tierra, se apoderarían del hombre,
y lo integrarían al contexto, convirtiéndolo en un objeto de los Dioses; en consecuencia, el Espíritu sufriría una
caída en la materia aún más atroz, acompañada de la ilusión más nociva, pues
creería ser “libre” en su propiedad cuando sólo sería una pieza del organismo
creado por los Dioses. Quien cultivase la tierra, sin ocuparla y cercarla
previamente, y se sintiese su dueño o desease serlo, sería fagocitado por el
contexto regional y experimentaría la ilusión de pertenecer a él. La propiedad
implica una doble relación, recíproca e inevitable: la propiedad pertenece al propietario tanto como éste
pertenece a la propiedad; es claro: no podría haber tenencia sin una previa
pertenencia de la propiedad a apropiar. Mas, el que se sintiese pertenecer a la tierra quedaría
desguarnecido frente al Poder de Ilusión del Enemigo: no se comportaría como
extranjero en la Tierra; como el hombre espiritual que cultiva en el cerco
estratégico, pues se arraigaría y amaría a la tierra; creería en la paz
y anhelaría esa ilusión; se sentiría parte de la naturaleza y aceptaría que el
todo es Obra de los Dioses; se empequeñecería en su lar y se asombraría de la
grandeza de la Creación, que lo rodea por todas partes; no concebiría jamás una salida de la Creación: antes
bien, tal idea lo sumiría en un terror sin nombre pues en ella intuiría una
herejía abominable, una insubordinación a la Voluntad del Creador que
podría acarrearle castigos imprevisibles; se sometería al Destino, a la
Voluntad de los Dioses que lo deciden, y
les rendiría Culto para ganar su favor o para aplacar sus iras; sería ablandado
por el miedo y no tendría fuerzas, no ya para oponerse a los Dioses, ni siquiera
para luchar contra la parte animal y anímica de sí mismo, sino tampoco para que
el Espíritu la dominase y se transformase en el Señor de Sí Mismo; en fin,
creería en la propiedad de la tierra pero pertenecería a la Tierra, y cumpliría
al pie de la letra con lo señalado por la Estrategia Enemiga.[10]
El principio de la Muralla
era la aplicación fáctica del principio del Cerco, su proyección real. De
acuerdo con la Sabiduría Lítica de los Atlantes blancos, existían muchos Mundos
en los que el Espíritu estaba prisionero y en cada uno de ellos el pincipio de
la Muralla exigía diferente concreción: en el mundo físico, su aplicación
correcta conducía a la Muralla de Piedra, la más efectiva valla estratégica
contra cualquier presión del Enemigo. Por eso los pueblos nativos que iban a
cumplir la misión, y participaban del Pacto de Sangre, eran instruídos por los
Altantes blancos en la construcción de murallas de piedra como ingrediente
fundamental de su modo de vida: todos quienes ocupasen y cercasen la tierra para
practicar el cultivo, con el fin de sostener el sitio de una obra de los
Atlantes blancos, tenían también que levantar murallas de piedra. Pero la
erección de las murallas no dependía sólo de las características de la tierra
ocupada sino que en su construcción debían intervenir principios secretos de la
Sabiduría Lítica, principios de la Estrategia de la Guerra Esencial, principios
que sólo los Iniciados en el Misterio de la Sangre Pura, los Guerreros Sabios,
podían conocer. Se comprenderá mejor el
porqué de esta condición si digo que los Atlantes blancos aconsejaban “mirar
con un ojo hacia la muralla y con el otro hacia el Origen”, lo que sólo sería
posible si la muralla se hallaba referida de algún modo hacia el Origen.
El principio para establecer la filiación de un pueblo
aliado de los Atlantes consiste en la oposición entre el Culto y la Sabiduría:
mas ¿cuáles son los indicios fácticos, las pruebas concretas, es decir, aquéllo
que es más evidente para determinar si se trata de Culto o Sabiduría? En todo
caso, hay que observar si existe el Templo o la Muralla de Guerra: porque la
práctica de un Culto está indisolublemente asociada a la existencia de un
Templo correspondiente: el Templo es el fundamento fáctico del Culto, su
extremo material; y porque la práctica de la Sabiduría está indisolublemente
asociada a la existencia de una Muralla Estratégica: la Muralla de
Guerra es el fundamento fáctico del modo de vida estratégico, su asiento
material. Este principio explica el hecho de que la Fraternidad Blanca haya
sostenido en la Tierra, en todos los tiempos históricos, a Comunidades y
Ordenes Secretas especializadas en la construcción de Templos, las que
colaborarían estrechamente con los Sacerdotes del Pacto Cultural; y explica
también el hecho de que los Señores de Agartha sostengan, a través de la
Historia, a las Ordenes de Constructores de Murallas de Piedra, Ordenes
integradas exclusivamente por los descendientes blancos de los Atlantes
blancos, quienes dominan la Sabiduría Lítica y la Estrategia de la Guerra
Esencial.
Cuarto Día
Por todo lo visto, será evidente que del modo de vida estratégico
sólo podría proceder un tipo de Cultura
extremadamente austera. En efecto, los pueblos del Pacto de Sangre jamás se destacaron por otro valor cultural
como no fuese la habilidad para la guerra. Es que estos pueblos, al principio,
se comportaban como verdaderos extranjeros en la Tierra: ocupaban la región en
que vivían, quizá durante siglos, pero siempre pensando en partir, siempre
preparándose para la guerra, siempre desconfiando de la realidad del mundo y
demostrando una hostilidad esencial hacia los Dioses extraños.[11]
No debe sorprender, pues, que fabricasen pocos utensilios y aún menos objetos
suntuarios; sin embargo, aunque escasas, las cosas estaban perfeccionadas lo
bastante como para recordar que se trataba de pueblos de constructores, dotados
de hábiles artesanos; para comprobarlo no bastaría más que observar la
producción de armas, en la que siempre sobresalieron: éstas sí se fabricaban en
cantidad y calidad siempre creciente, siendo proverbial el temor y el respeto
causado por ellas en los pueblos del Pacto Cultural que experimentaron la
eficacia de su poder ofensivo.
Los pueblos del Pacto
Cultural, contrariamente a los ocupantes de la tierra, creían en la propiedad
del suelo, amaban al mundo, y rendían Culto a los Dioses propiciatorios: sus
Culturas eran siempre abundantes en la producción de utensilios y artículos
suntuarios y ornamentales. Entre ellos se aceptaba que el trabajo de la tierra
era despreciable para el hombre, aunque se lo practicaba por obligación: su
habilidad mayor estaba, en cambio, en el comercio, que les servía para difundir
sus objetos culturales e imponer el Culto de sus Dioses. De acuerdo a sus
creencias, el hombre había de resignarse a su suerte y tratar de vivir lo mejor
posible en este mundo: tal la Voluntad de los Dioses, que no se debía desafiar.
Y para complacer esa Voluntad, lo correcto era servir a sus representantes en
la Tierra, los Sacerdotes y los Reyes del Culto: los Sacerdotes trasmitían al
pueblo la Voz de los Dioses y suplicaban a los Dioses por la suerte del pueblo;
paraban el brazo de los Reyes demasiado amantes de la guerra e intercedían por
el pueblo cuando la exacción de impuestos se tornaba excesiva; eran los autores
de la ley y a menudo distribuían la justicia; ¿qué males no se abatirían sobre
el pueblo si los Sacerdotes no estuviesen allí para aplacar la ira de los
Dioses? Por otra parte, según ellos no era necesario buscar la Sabiduría para progresar
culturalmente y alcanzar un alto grado de civilización: bastaba con procurar la
perfección del conocimiento, por ejemplo, bastaba con superar el valor
utilitario de un utensilio y luego estilizarlo hasta convertirlo en un objeto
artístico o suntuario. La Sabiduría era propia de los Dioses y a éstos irritaba
que el hombre invadiese sus dominios: el hombre no debía saber sino conocer y
perfeccionar lo conocido, hasta que, en un límite de excelencia de la cosa,
ésta condujese al conocimiento de otra cosa a la que también habría que
mejorar, multiplicando de esta manera la cantidad y calidad de los objetos
culturales, y evolucionando hacia formas cada vez más complejas de Cultura y
Civilización. Gracias a los
Sacerdotes, pues, que condenaban la herejía de la Sabiduría pero aprobaban con
entusiasmo la aplicación del conocimiento en la producción de objetos que
hiciesen más placentera la vida del hombre, las civilizaciones de costumbres
refinadas y lujos exquisitos contrastaban notablemente con el modo de vida
austero de los pueblos del Pacto de Sangre.
Al principio esa diferencia,
que era lógica, no causó ningún efecto en los pueblos del Pacto de Sangre,
siempre desconfiados de cuanto pudiese debilitar su modo de vida guerrero: una
caída se produciría, profetizaban los Guerreros Sabios, si permitían que las
Culturas extranjeras contaminasen sus costumbres. Esta certeza les permitió
resistir durante muchos siglos, mientras en el mundo crecían y se extendían las
civilizaciones del Pacto Cultural. No obstante, con el correr de los siglos, y
por numerosos y variados motivos, los pueblos del Pacto de Sangre acabaron por sucumbir culturalmente
frente a los pueblos del Pacto Cultural. Sin entrar en detalles, se
puede considerar que dos fueron las causas principales de ese resultado. Por
parte de los pueblos del Pacto de Sangre, una especie de fatiga colectiva que
enervó la voluntad guerrera: algo así como el sopor que por momentos suele
invadir a los centinelas durante una larga jornada de vigilancia; esa fatiga, ese
sopor, esa debilidad volitiva, los fue dejando inermes frente al Enemigo. Por
parte de los pueblos del Pacto Cultural, una diabólica Estrategia, lucubrada y
pergeñada por los Sacerdotes, basada en la explotación de la Fatiga de Guerra
mediante la tentación de la ilusión: así, se tentó a los pueblos del Pacto de Sangre con la ilusión
de la paz, con la ilusión de la tregua, con la ilusión del progreso cultural,
con la ilusión de la comodidad, del placer, del lujo, del confort, etc.;
quizá el arma más efectiva haya sido la tentación del amor de las bellas
sacerdotisas, especialmente entrenadas para despertar las pasiones dormidas de
los Reyes Guerreros.
Con la tentación de la
ilusión, los Sacerdotes procuraban concertar alianzas de sangre entre los
pueblos combatientes, sellar los “tratados de paz” con la consumación de bodas
entre miembros de la nobleza reinante; naturalmente, como se trataba de
apareamientos entre individuos del mejor linaje, y de la misma Raza, a menudo
no ocurría la degradación de la Sangre Pura. ¿Qué buscaban, entonces, los
Sacerdotes con tales uniones? Dominar culturalmente a los pueblos del Pacto de
Sangre. Ellos tenían bien en claro que la Sangre Pura, por sí sola, no basta
para mantener la Sabiduría si se carece de la voluntad espiritual de ser libre
en el Origen, voluntad que se iba debilitando por la Fatiga de Guerra. La
Sabiduría haría al Espíritu libre en el Origen y más poderoso que el Dios
Creador; pero en este mundo, donde el Espíritu está encadenado al animal
hombre, el Culto al Dios Creador acabaría dominando a la Sabiduría,
sepultándola bajo el manto del terror y del odio. Una vez sometidos
culturalmente, ya tendrían tiempo los Sacerdotes para degradar la Sangre Pura
de los pueblos del Pacto de Sangre y para cumplir con su propio Pacto Cultural,
es decir, para destruir las obras de los Atlantes blancos.
En mi pueblo, Dr. Siegnagel,
las cosas ocurrieron de ese modo. Los Reyes, cansados de luchar y de esperar el
regreso de los Dioses Liberadores, se dejaron tentar por la ilusión de una paz
que les prometía múltiples ventajas: si se aliaban a los pueblos del Pacto
Cultural accederían a su “avanzada” Cultura, compartirían sus costumbres
refinadas, disfrutarían del uso de los más diversos objetos culturales,
habitarían viviendas más cómodas, etc.; y las alianzas se sellarían con
matrimonios convenientes, enlaces que dejarían a salvo la dignidad de los Reyes
y no los obligarían a ceder, de entrada, la Sabiduría frente al Culto. Ellos creían, ingenuamente, que
estaban concertando una especie de tregua en la que nada perdían y con la que
tenían mucho por ganar: y esa creencia, esa ceguera, esa locura, esa fatiga
incomprensible, ese sopor, ese hechizo, fue la ruina de mi pueblo y la falta
más grande al Pacto de Sangre con los Atlantes blancos, una Falta de Honor.
¡Oh, qué locura! ¡creer que podía reunirse en una sola mano el Culto y la
Sabiduría! El resultado, el desastre diría, fue que los Sacerdotes atravesaron
las murallas y se instalaron entre los Guerreros Sabios; allí intrigaron hasta
imponer sus Cultos y conseguir que estos olvidasen la Sabiduría; y por último,
se lanzaron ávidamente a rescatar las Piedras de Venus, las que remitían con
presteza a la Fraternidad Blanca mediante mensajeros que viajaban a lejanas
regiones. Sólo muy pocos Iniciados tuvieron el Honor y el Valor de resistirse a
tan repudiable claudicación y dispusieron los medios para preservar la Piedra
de Venus y lo que se recordaba de la Sabiduría.
Entre tales Iniciados, se
contó uno de mis remotos antepasados, quien engastó la Piedra de Venus en la
guarnición de una espada de hierro: era aquélla un arma de imponente belleza y
notable simbolismo; además de sostener la Piedra de Venus, el arriaz se
quebraba hacia arriba en dos gavilanes de hierro que protegían la empuñadura y
daban al conjunto forma de tridente invertido; la empuñadura, por su parte, era
de un hueso blanco como el marfil, pero espiralado, y se afirmaba con
convicción que pertenecía al cuerno del Barbo Unicornio, animal mítico que
representaba al hombre espiritual; y el pomo, de hierro como la hoja, poseía
también un par de gavilanes elevados, que formaban un segundo tridente
invertido. En la Edad Media, como se verá, otros Iniciados le grabaron en la
hoja la inscripción “honor et mortis”. Pues bien, ese Iniciado estableció la
ley de que aquella arma debía pertenecer solamente a los Reyes del linaje
original, a los descendientes de los Atlantes blancos. Vanos fueron, en este
caso, los intentos hechos por generaciones de Sacerdotes para deshacerse de la
Espada Sabia, denominada así por el pueblo: como verá, se la conservó mientras
se pudo, y luego, cuando ello ya no fue posible, se la mantuvo oculta hasta los
días de Lito de Tharsis, el antepasado
que vino a América en 1534.
Lo repito: la locura de reunir en una sola
Estirpe el Culto y la Sabiduría causó un desastre en los pueblos del Pacto de
Sangre: la interrupción de la cadena iniciática. Ocurrió así que en un
momento dado, cuando los Dioses del Culto se impusieron, se apagó la Voz de la
Sangre Pura y los Iniciados perdieron la posibilidad de escuchar a los Dioses
Liberadores: la voluntad de regresar al Origen se había debilitado hacía tiempo
y ahora carecían de orientación. Sin la Voz, y sin la orientación hacia el
Origen, ya no había Sabiduría para transmitir, ya no se vería el Signo del
Origen en la Piedra de Venus. Los Iniciados comprobaron, de pronto, que algo se
había cortado entre ellos y los Dioses Liberadores. Y comprendieron, muy tarde,
que el futuro de la misión y del Pacto de Sangre dependería como nunca de la
lucha entre el Culto y la Sabiduría, pero de una lucha que desde entonces ya no
se desarrollaría afuera sino adentro, en el campo de la sangre. ¿Qué hicieron
los Iniciados al comprobar esa realidad irreversible, las tinieblas que se
abatían sobre el Espíritu, para contrarrestarla? Casi todos obraron del mismo
modo. Partiendo del principio
de que cuanto existe en este mundo es sólo una burda imitación de las cosas del
Mundo Verdadero, y ante la imposibilidad de localizar el Origen y el Camino
hacia el Mundo Verdadero, optaron por emplear los últimos restos de la
Sabiduría para plasmar en las Estirpes de Sangre más Pura una “misión familiar”
consistente en la comprensión inconsciente, con el Signo del Origen, de un
Arquetipo. Hay que advertir lo modesto de este objetivo: los Antiguos
Iniciados, los Guerreros Sabios, eran capaces de “comprender a la serpiente,
con el Signo del Origen”; y la serpiente es un Símbolo que contiene a Todos los
arquetipos creados por el Dios del Universo, Símbolo que se comprendía
conscientemente con el Signo increado del Origen. Ahora los Iniciados
proponían, y no quedaban otras opciones, que una familia trabajase “a ciegas”
sobre un Arquetipo creado, tratando de que el Símbolo del Origen presente en la
sangre lo comprendiese casualmente algún día y revelase la Verdad de la Forma
Increada.
En resumen Dr. Siegnagel,
a ciertas Estirpes, por cuyas venas
corre la sangre Divina de los Atlantes blancos, se les asignó una misión
familiar, un objetivo a lograr con el paso de incontables generaciones que
irían repitiendo perpetuamente un mismo drama, girando en torno de un mismo
Arquetipo. Como el Alquimista
revuelve el plomo, los miembros de la familia elegida repetirían
incansablemente las pruebas establecidas por los antepasados, hasta que uno de
ellos un día, girando un círculo recorrido mil veces bajo otros cielos,
alcanzase a cumplir la misión familiar, purificando entonces su sangre astral.
Se produciría así una trasmutación que le permitiría remontar la involución del
Kaly Yuga o Edad Oscura, regresar al Origen y adquirir nuevamente la Sabiduría.[12]
Es obvio aclarar que la
misión familiar sería secreta y que actualmente es desconocida para los
miembros de las Estirpes descendientes de los Atlantes blancos. La misión
exigía el cumplimiento de una pauta específica cuyo contenido no tendría
relación necesaria con las metas u objetivos de la comunidad cultural a la que
pertenecía la Estirpe elegida; inclusive, según la Epoca, la pauta podría
resultar incomprensible o simplemente chocar contra los cánones culturales en
boga. Pero nada de esto importaría porque la misión estaba plasmada en la
sangre familiar, en el árbol de la Estirpe, y las ramas descendientes irían tendiendo inevitablemente
hacia la pauta, en un esfuerzo inconsciente y sobrehumano por superar la caída
espiritual. Desde luego, la pauta específica describía el Arquetipo al
que se tendría que comprender en la sangre, con el Símbolo del Origen, para
trascenderlo y llegar hasta la Forma Increada. A algunas familias, por ejemplo,
se les encomendó la perfección de una piedra, de un vegetal, de un animal, de
un símbolo, de un color, de un sonido, de una función orgánica determinada o de
un instinto, etc. La
perfección de la cosa pautada requería penetrar en su íntima esencia hasta
tocar los límites metafísicos, es decir, hasta ajustarse a la forma perfecta
del Arquetipo creado: por consiguiente, considerando que el Arquetipo creado es
sólo una mera copia de la Forma Increada, sería posible orientarse nuevamente
hacia el Origen si se comprendía al Arquetipo con el Símbolo del Origen
presente en la Sangre Pura; y allí estaba la Sabiduría. [13]
La misión familiar no
culminaba, pues, con la simple aprehensión trascendente del Arquetipo creado
sino que exigía su re-creación espiritual. Partiendo de una cualidad existente en el mundo, se
volvería sobre ella una y otra vez, incansablemente, durante eones, hasta
penetrar en la íntima esencia y concretar su perfección arquetípica: se
re-crearía, entonces, a la cualidad en el Espirítu y se la comprendería con el
Símbolo del Origen. Sólo así se daría la condición de la Existencia para el
Espíritu, sólo así el Espíritu sería algo existente más allá de lo creado: no
percibiendo la ilusión de lo creado sino recreando lo percibido en el Espíritu
y comprendiéndolo con lo Increado. Al cumplir de ese modo con la misión
familiar, la sangre astral, no la hemoglobina, sería purificada y haría posible
una trasmutación que es propia de los Iniciados Hiperbóreos o Guerreros Sabios,
la que transforma al hombre en un superhombre inmortal. [14]
En el curso de esa vía no
evolutiva, los convocados, los llamados a cumplir con la misión familiar, serán
capaces de crear “mágicamente” varias cosas. Los Iniciados en el Misterio de la
Sangre Pura obtienen, por ejemplo, un vino mágico, soma, haoma o amrita; luego de una destilación
milenaria del licor pautado, éste es incorporado a la sangre, recreado, como un
néctar trasmutador. También la
manipulación del sonido permite arribar a una armonía superior, a una música de
las esferas[15]; el Espíritu,
vibrando en una nota única, om, recrea la esencia inefable del logos, el Verbo
Creador. Y tanto aquel néctar como este sonido, u otras formas arquetípicas
semejantes, pueden ser recreadas en el Espíritu y comprendidas por el Símbolo
del Origen, comprendidas por lo Increado, abriendo así las puertas al Origen y
a la Sabiduría.
Su familia, Dr. Siegnagel,
fue destinada para producir una miel arquetípica, el zumo exquisito de lo
dulce. Desde tiempos remotos, sus antepasados han trabajado todas las formas
del azúcar, desde el cultivo hasta la refinación; desde las melazas más
groseras hasta las mieles más excelentes. Un día se agotó el manejo empírico y
un azúcar metafísico, es decir un Arquetipo, se incorporó a la sangre astral de
la familia, dando comienzo a un lento proceso de refinación interior que
culmina en Ud. Hoy el azúcar metafísico ha sido ajustado a la perfección
arquetípica y el esfuerzo de miles de antepasados se ha condensado en su
persona: la dulzura buscada está en su Corazón. A Ud. le toca dar el último paso de la trasmutación,
recrear ese azúcar arquetípico en el Espíritu, y comprenderlo con el Símbolo
del Origen. Pero no soy Yo quien debe
hablarle de esto, pues sus antepasados se harán presentes un día, todos juntos,
y le reclamarán el cumplimiento de la misión. Pero no soy Yo quien debe
hablarle de esto, pues sus antepasados se harán presentes un día, todos juntos,
y le reclamarán el cumplimiento de la misión.
Quinto Día
Ahora, que ya le comuniqué estos antecedentes
imprescindibles, entraré de lleno en la
historia de mi familia, Dr. Siegnagel. La misma, según adelanté, desciende
directamente de los Atlantes blancos y, desde luego, de los Antiguos Divinos
Hiperbóreos. Hace miles de años, los iberos fueron víctima también de esa
Fatiga de Guerra que iba causando una amnesia generalizada en los descendientes
de los Atlantes blancos. Primero se fue flexibilizando la austeridad de las
costumbres y se permitió que los hábitos urbanos de los pueblos del Pacto Cultural
se confundiesen con el modo de vida estratégico: aquella penetración cultural
tuvo incidencia decisiva en la desmoralización del pueblo, en la pérdida de su
alerta guerrero. Luego se sellaron las alianzas de sangre que, conforme al
engaño que padecían los últimos Guerreros Sabios, concretarían las ilusiones de
la paz, la riqueza, la comodidad, el progreso, etc. Lógicamente, junto con los
Príncipes y Princesas de los pueblos del Pacto Cultural, vinieron los
Sacerdotes a imponer sus Cultos a los Dioses Traidores y a las Potencias de la
Materia. Los guerreros perdieron así su espiritualidad, conocieron el temor y
especularon con el valor de la vida: aún serían capaces de luchar, pero sólo
hasta los límites del miedo, como los animales; y, por supuesto, se harían
“temerosos de los Dioses”, respetuosos de sus Voluntades Supremas a las que
nadie osaría desafiar; ya no levantarían, pues, la vista de la Tierra, ni
buscarían el Origen. En adelante sólo los Héroes protagonizarían las hazañas
que los guerreros ahora no se atrevían a realizar: triste lugar de excepción el
reservado a los Héroes, cuando en los días de los Atlantes blancos toda la Raza
era una comunidad de Héroes.
El triunfo del Culto causó el
olvido de la Sabiduría. El Espíritu se fue adormeciendo en la Sangre Pura y
sólo aquellos Guerreros Sabios que todavía conservaban un resto de lucidez
atinaron al recurso desesperado de plasmar la “misión familiar”. En el caso de
nuestra Estirpe, Dr. Siegnagel, la locura de reunir en una sola mano el Culto y
la Sabiduría condujo a mis antepasados a una demencial propuesta: establecieron
como pauta la perfección del Culto. Es decir que la cosa a perfeccionar no
sería para nosotros una mera cualidad, tal como el color o el sonido, sino el
propio Culto impuesto por los Sacerdotes, el Culto a una Deidad revelada por
los Atlantes morenos. Y me refiero precisamente a Belisana, la Diosa del Fuego.
Pero, todo Culto es la descripción de un Arquetipo: la misión familiar exigía,
pues, el demencial objetivo de perfeccionar el Culto hasta ajustarlo a su
Arquetipo, el que tan luego era una Diosa, vale decir, una Faz del Dios
Creador; y, como culminación se ordenaba re-crear en el Espíritu a ese
Arquetipo, a esa Diosa, y comprenderlo con el Símbolo Increado del Origen:
¡ello era como pretender que el Espíritu de un miembro descendiente del linaje
familiar abarcase un día al Dios Creador, y al Universo entero, para
comprenderlo luego con el Símbolo del Origen!, con otras palabras, ¡ello era
como exigir, al final, la Más Alta Sabiduría, el cumplimiento del mandato de
los Atlantes blancos: comprender a la serpiente, con el Símbolo del Origen!
No podría asegurarle si esta
alucinante propuesta fue el producto de la locura de mis antepasados u obedeció
a una inspiración superior, a una solicitud que los Dioses Liberadores hacían a
la Estirpe: quizá Ellos sabían desde el principio que uno de los nuestros
llegaría a cumplir la misión familiar y despertaría, como Guerrero Sabio, en el
momento justo en que se librase, sobre la Tierra, la Batalla Final. Porque, si
descartamos un acto de locura de los Guerreros Sabios y aceptamos que obraron
con plena conciencia de lo que suponían conseguir, no se explica la extrema
dificultad de semejante misión a menos que su cumplimiento contribuyese a la
Estrategia de la Guerra Esencial y se confiase en la ayuda y la guía invisible
de los Dioses Liberadores. Tal vez, entonces, los Dioses Liberadores quisieron
contar durante la Batalla Final con Iniciados capaces de enfrentarse con ellos
cara a Cara, y hubiesen decidido dotar a ciertos linajes, como el mío, del
instrumento adecuado para ello, esto es, de la comprensión del Arquetipo de los
Dioses. Esta necesidad se entiende por medio de una antigua idea que los
Atlantes blancos transmitieron a los Guerreros Sabios de mi pueblo: de acuerdo
a esa revelación, los Dioses Liberadores eran Espíritus Increados que existían
libremente fuera de toda determinación material; pero los Espíritus encadenados
en la Materia, en el animal hombre, habían perdido el Origen y, con ello, la
capacidad de percibir lo Increado: sólo podían relacionarse con lo creado, con
las formas arquetípicas; por eso los Dioses Liberadores solían emplear “como
ropaje” algunos Arquetipos de Dioses para manifestarse a los hombres:
naturalmente, tales manifestaciones sólo tendrían lugar frente a los Iniciados
Hiperbóreos, porque sólo los Iniciados serían capaces de trascender “los
ropajes”, las formas de los Arquetipos creados, y resistir “cara a Cara” las
Presencias Terribles de los Dioses Liberadores. Siendo así, tal vez Ellos
habrían querido que un Iniciado de mi Estirpe llegase algún día,
presumiblemente durante la Batalla Final, a ponerse en contacto con la Diosa
Hiperbórea que suele manifestarse a través de Belisana, la que los Atlantes
blancos llamaban Frya y los Antiguos Hiperbóreos Lillith.
Cualquiera fuese el caso, por
locura o inspiración Divina, lo cierto es que la pauta de aquella misión
determinó que nuestra familia se consagrase con ardor a la perfección del Culto
a la Diosa Belisana. Seguramente esa dedicación tan especial a la práctica de
un Culto haya sido salvadora pues, durante muchas generaciones, se creyó que el
nuestro era un linaje de Sacerdotes: en verdad, los primeros descendientes en
la misión familiar no se debían diferenciar mucho de los más fanáticos
Sacerdotes adoradores del Fuego. Sin embargo, con el correr de las
generaciones, fueron surgiendo miembros que penetraron más y más en la esencia
de lo ígneo.
La Diosa Belisana estaba
representada, en el Culto primitivo, por la Flama de una Lámpara Perenne de los
Atlantes morenos. Las Lámparas Perennes las habían cedido los Sacerdotes para
sellar las alianzas de sangre entre miembros del pueblo del Pacto Cultural y
del Pacto de Sangre, y como el medio mágico más seguro para imponer el Culto
sobre la Sabiduría. De ese modo, entre los iberos de mi pueblo, un Guerrero
Sabio contrajo enlace con una princesa ibera, que era también Sacerdotisa del
Culto a la Diosa Belisana, y recibió como dote aquella lámpara cuya Flama no se
apagaba nunca. Absurdamente, mi familia poseyó entonces la Espada Sabia, con la
Piedra de Venus de los Atlantes blancos, y la Lámpara Perenne, con la Flama de
los Atlantes morenos. Pero la Espada Sabia no jugaría aún su papel: sólo era
celosamente conservada, por tradición familiar, pues se había perdido la
facultad de ver el Signo del Origen sobre la Piedra de Venus. En cambio a la
Lámpara Perenne, al Culto a la Flama Sagrada, se le ofrendaba toda la atención.
Así, hubo descendientes que consiguieron perfeccionar la Divina Flama,
aproximándola cada vez más al Arquetipo ígneo de la Diosa. Y hubo también
descendientes que lograron aislar y aprehender la esencia de lo ígneo,
incorporando el Arquetipo del Fuego en la sangre familiar. Cuando esto ocurrió,
algunos antepasados, prudentemente, abandonaron el Culto de la Flama y se
retiraron a un Señorío del Sur de España. Dejaron la Lámpara Perenne a los
restantes familiares, que eran incapaces de faltar al Culto, y conservaron la
Espada Sabia, que para aquéllos no significaba nada. Por supuesto, quienes
quedaron en custodia de la Lámpara Perenne continuaron siendo Reyes o
Sacerdotes porque el pueblo estaba completamente entregado al Culto de la Diosa
Belisana: los que se retiraron, mis antepasados directos, tuvieron que ceder en
cambio todos sus derechos a la sucesión real. No obstante, mantuvieron algún
poder como Señores de la Casa de Tharsis, cerca de Huelva, en Andalucía.
Fue entonces cuando adoptaron
el Barbo Unicornio como símbolo de la Casa de Tharsis. Al principio representaban
aquel pez mítico en sus escudos o en primitivos blasones, pero en
la Edad Media, como se verá, fue incorporado heráldicamente al escudo de armas
familiar. El barbo caballero, barbus
eques, es el más común en los ríos de España, especialmente el Odiel que
circulaba a escasos metros de Tharsis; recibe el pez tal nombre debido a cuatro
barbillas que tiene en la madíbula inferior, la cual es muy saliente. Empero,
el barbo al que se referían los Señores de Tharsis era un pez provisto de un cuerno frontal y cinco
barbillas. El mito que justificaba al símbolo afirmaba que el barbo,
desplazándose por el río Odiel, era semejante al Alma transitando por el Tiempo
trascendente de la Vida: una representación del animal hombre. Pero los
descendientes de los Atlantes blancos no eran como el animal hombre pues
poseían un Espíritu Increado encadenado en el Alma creada: entonces el barbo no
los representaba concretamente. De allí la adición del cuerno espiralado, que correspondía al instrumento
empleado por los Dioses Traidores para encadenar al Espíritu Increado, vale
decir, a la Llave Kâlachakra;
naturalmente, el Espíritu Increado era
irrepresentable, y por eso se lo insinuaba dejando sin terminar, en las
representaciones del barbo unicornio, la punta del cuerno: más allá del cuerno,
a una distancia infinita, se hallaba el Espíritu Increado, absurda-mente
relacionado con la Materia Creada. Y la barba del barbo, desde luego,
significaba la herencia de Navután, el número de Venus.
Naturalmente, los Señores de
Tharsis prosiguieron practicando el Culto a Belisana pues, hasta Lito de
Tharsis, no hubo ninguno que comprendiese la misión familiar y, además, porque
ello estaba establecido y sancionado por las leyes de mi pueblo. Mas, el
objetivo secreto de la misión familiar impulsaba inexorablemente a sus
partícipes a recrear espiritualmente el Arquetipo ígneo, y eso los marcó con
una señal inconfundible: adquirieron fama de ser una familia de místicos y de
aventureros, cuando no de locos peligrosos. Y algo de verdad había en tales
fábulas pues aquel Fuego en la sangre, al principio descontrolado, causaba los
extremos más intensos de la violencia y la pasión: existieron quienes
experimentaron en sus vidas el odio más terrible y el amor más sublime que
humanamente se puedan concebir; y toda esa experiencia se condensaba y
sintetizaba en el Arbol de la Sangre y se transmitía genéticamente a los
herederos de la Estirpe. Con el tiempo, las tendencias extremas se fueron
separando y surgían periódicamente Señores que eran puro Amor o puro Valor, es
decir, grandes “Místicos” y grandes “Guerreros”. Entre los primeros, estaban
los que aseguraban que la Antigua Diosa “se había instalado en el corazón” y
que su Flama “los encendía en un éxtasis de Amor”; entre los segundos, los que,
contrariamente, afirmaban que “Ella les había Helado el corazón”, les había
infundido tal Valor que ahora eran tan duros “como las rocas de Tharsis”.
También las Damas intervenían en esta selección: ellas sentían el Fuego de la
Sangre como un Dios, al que identificaban como Beleno,”el esposo de Belisana”, en realidad este Beleno, Dios del
Fuego al que los griegos conocían como Apolo, el Hiperbóreo, era un Arquetipo
ígneo empleado desde los días de la Atlántida por el más poderoso de los Dioses
Liberadores como “ropaje” para manifestarse a los hombres: me refiero al Gran
Jefe de los Espíritus Hiperbóreos, Lúcifer, “el que desafía con el Poder de la
Sabiduría al Poder de la Ilusión del Dios Creador”, el Enviado del Dios
Incognoscible, el verdadero Kristos de Luz Increada.
Faltaba, pues, que de la Estirpe de los Señores de Tharsis
brotase el retoño que habría de cumplir la misión familiar, el que recrease en
el Espíritu el Fuego de los Dioses y lo comprendiese con el Símbolo del Origen.
Le anticipo, Dr. Siegnagel, que sólo hubo dos
que tuvieron esa posibilidad en grado eminente: Lito de Tharsis, en el siglo XVI, y mi hijo Noyo en la actualidad.
Pero, vayamos hacia esto paso a paso.
Sexto Día
La sierra Catochar siempre fue rica en oro y
plata. Mientras mi pueblo era fuerte en la península ibérica, esa riqueza
permitió que los Señores de Tharsis viviesen con gran esplendor. El modo de
vida estratégico había sido olvidado miles de años antes de adquirir los
derechos de aquel Señorío y ya no se “ocupaba” la tierra para practicar el
cultivo mágico: en esa Epoca, se creía en la propiedad de la tierra y en el
poder del oro. Todos los Reinos estaban infestados de comerciantes y mercaderes
que ofrecían, por oro, las cosas más preciosas: especias, géneros, vestidos,
utensilios, joyas, y hasta armas; sí, las armas que en el pasado eran
producidas por cada pueblo combatiente, siendo las más perfectas acaparadas por
los pueblos del Pacto de Sangre, entonces podían adquirirse a los traficantes
por un puñado de oro. Y los Señores de Tharsis, con su oro y su plata,
compraban a los campesinos la mitad de sus cosechas: la otra mitad, menos lo
necesario para subsistir, correspondía como es lógico a los Señores de Tharsis
por ser estos los “propietarios” de la tierra. Y el sobrante de aquellos
alimentos, junto con el oro y la plata que abundaban, iban a parar a los
puertos de Huelva, que entonces se llamaba Onuba, para convertirse en
mercancías de la más variada especie.
Los fenicios, descendientes de la Raza roja de la
Atlántida, se contaban entre los pueblos que adhirieron de entrada al Pacto
Cultural. En el pasado habían sido enemigos jurados de los iberos: tan
sólo cien años antes de que mi familia llegase al Señorío de Tharsis, los
fenicios tenían ocupada la ciudadela de “Tarshish”, que se hallaba enclavada
cerca de la confluencia de los ríos Tinto y Odiel. Finalmente, luego de una
breve pero encarnizada guerra, mi pueblo recuperó la plaza, aunque condicionada
por un tratado de paz que permitía el libre comercio de los hombres rojos.
Desde Tarshish hasta Onuba, en pequeños transportes fluviales o en caravanas, y
desde Onuba hasta Medio Oriente en barcos de ultramar, los fenicios
monopolizaban el tráfico de mercancías pues la presencia de mercaderes
procedentes de otros pueblos era incomparablemente menor. Sin juzgar aquí el
impacto cultural que aquel tránsito comercial causaba en las costumbres de mi
pueblo, lo cierto es que los Señores de Tharsis gobernaban un país tranquilo,
que iba siendo famoso por su riqueza y prosperidad.
Pero he aquí que aquella paz
ilusoria pronto vino a ser turbada; y no precisamente, como podría concluirse
de una observación superficial, porque el oro de Tharsis hubiese despertado la
codicia de pueblos extranjeros y conquistadores. Tal codicia existió, e
invasores y conquistadores hubo muchos, empero, el motivo principal de todos los problemas, y finalmente de
la ruina de la Casa de Tharsis, fue la
llegada de los Golen.
Desde el siglo VIII antes de Jesucristo, aproximadamente
desde que Sargón, el Rey de Asiria, destruyera el Reino de Israel, comenzaron a
aparecer los Golen en la península ibérica. Al comienzo venían
acompañando a los comerciantes fenicios y desembarcaban en todos los puertos
del Mediterráneo, pero luego se comprobó que también avanzaban por tierra, al
paso de un pueblo escita al
que habían dominado en Asia Menor. Este pueblo, que era de nuestra misma Raza,
atravesó Europa de Este a Oeste y llegó a España dos siglos después,
cuando la obra destructiva de los malditos Golen estaba bastante adelantada.
Los Golen, por su parte, evidenciaban claramente que pertenecían a otra Raza,
cosa que ellos confirmaban con orgullo: eran miembros, se vanagloriaban, del
Pueblo Elegido por el Dios Creador para reinar sobre la Tierra. Sus maestros habían
sido los Sacerdotes egipcios y venían, por lo tanto, en representación de los
Atlantes morenos. Todos los pueblos nativos de la península, y también el que
luego llegó con los Golen, no recordaban ya el modo de vida estratégico y
estaban en poder de Sacerdotes de distintos Cultos: la misión de los Golen consistía, justamente, en
demostrar su autoridad sacerdotal y unificar los Cultos. Para ello disponían de
diabólicos poderes, que recordaban sin dudas a los Atlantes morenos, y una
crueldad sin límites.[16]
El Dios Creador y las
Potencias de la Materia los enviaban para reafirmar el Pacto Cultural. Los
tiempos estaban maduros para que el hombre recibiese una nueva revelación, un
conocimiento que traería más paz, progreso y civilización que lo hasta entonces
alcanzado por los pueblos del Pacto Cultural, una idea que algún día haría que
estos bienes fuesen permanentes y acabaría para siempre con el mal y con las
guerras: esa revelación, ese
conocimiento, esa idea, se sintetizaba en el siguiente concepto: la singularidad de Dios tras la pluralidad
de los Cultos. Los Golen, en efecto, habían venido para iluminar a
los pueblos, y a los Sacerdotes de todos los Cultos, sobre la multiplicidad de
los rostros de Dios y la necesaria unidad que éste mantiene en su propia
esfera; ésta sería la fórmula: “por sobre todas las cosas están los Dioses y
por sobre todos los Dioses está El Uno”. Por eso ellos no pretendían reemplazar
a los Dioses, ni cambiar sus Nombres, ni siquiera alterar la forma de los
Cultos: “es natural, decían, que Dios posea muchos Nombres puesto que El exhibe
muchos Rostros; es comprensible, también, que haya varios Cultos para adorar
los distintos Rostros de Dios; nada de esto ofende a Dios, nada de esto
cuestiona su unidad; pero donde El Uno se mostrará inflexible con el hombre,
donde no aceptará disculpas, donde posará sus Mil Ojos Justicieros, será en el sacrificio del Culto”. Porque,
cualquiera fuese la forma del Culto, “el Sacrificio es Uno”, vale decir, el
Sacrificio participa de El Uno.
De acuerdo con esta novedosa
revelación, la unidad del Dios
Creador se comprobaba en el
Sacrificio ritual; y la adoración al Dios Creador, para todo Culto, se
demostraba por el Sacrificio ritual.
Ay Dr., a pesar de que hoy en día esos Cultos parecen tan lejanos en el tiempo,
no puedo pensar sin estremecerme de horror en las miles y miles de víctimas
humanas causadas por el descubrimiento de los Golen.
He de referirme ahora a un
aspecto escabroso de la conducta de los Golen. Acaso la clave esté en el hecho
de que consideraban al Dios Creador, en su unidad absoluta, como masculino. El Uno, en efecto, era un
Dios macho y nada había más arriba ni más abajo de El que equilibrase o
neutralizase aquella polaridad. Admitían una relativa androgenia cósmica hasta
determinado nivel, poblado por Dioses y Diosas debidamente apareados; pero en la cima, como Creador y Señor de
los demás Dioses, estaba El Uno, que no era ni andrógino ni neutro sino masculino. El Uno no admitía
Diosas a su lado pues se bastaba a sí mismo para existir: era un Dios macho solitario. Con tan aberrante concepción, no debe sorprender que los
Golen fuesen también hombres solitarios. Empero, aunque la clave de su conducta
esté aquí, no ha de ser tan fácil derivar de ella el principio que los llevaba
a practicar entre ellos el onanismo y la sodomía ritual.
Por su costumbre de habitar
en los bosques, alejados del pueblo, y sus prácticas depravadas, muchos
creyeron que los Golen procedían de Frigia, donde existía un Culto antiquísimo
a la Abeja macho Bute, el cual también era realizado por Sacerdotes sodomitas:
allí los Sacerdotes se castraban voluntariamente y el templo estaba guardado
por una corte de eunucos. Otros suponían que procedían de la India, donde se
conocía de antiguo un Culto de adoradores del falo. Pero los Golen no procedían ni de Frigia ni de la
India sino del País de Canaán y no practicaban la castración ni la adoración
del falo sino la sodomía simple y llana: habían desterrado a la mujer del mismo
modo que su Dios había destronado a todas las Diosas; llevaban una vida
solitaria y a menudo excenta de placeres, salvo la sodomía ritual, que
representaba la Autosuficiencia de El.
Lógicamente, si bien los
Golen eran extremadamente tolerantes hacia la forma de los Cultos, y en lo
único que no transigían era en lo concerniente a la unidad de Dios en el
Sacrificio, se entiende que manifestasen predilección hacia los pueblos cuyos
Cultos se personificaban en Dioses masculinos y cierto desprecio por los
adoradores de Diosas. A muy corto plazo esta actitud de indiferencia o
desprecio, cuando no de franco rechazo, que los Golen dispensaban a las Diosas,
iba a entrar en colisión con la forma tan particular que había adquirido en mi
pueblo ibero el Culto a Belisana.
Pero ellos contaban,
ciertamente, con el apoyo de las Potencias de la Materia. De otro modo no se
explicaría su éxito, pues en relativamente poco tiempo, consiguieron dominar a
los pueblos de hispania, e, inclusive, a los de Hibernia, Britania, Armórica y
Galia. Pese al creciente poder de los Golen, su siniestra doctrina no hubiera
causado ningún daño a los Señores de Tharsis, siempre dispuestos a aceptar todo
lo que contribuyese a perfeccionar la práctica del Culto. No fueron los
Sacrificios a El Uno los que determinaron la suerte de mi familia sino otra
actividad que los Golen realizaban con gran energía: procuraban, por todos los
medios, hacer cumplir la segunda parte del Pacto Cultural. Es decir, si bien ya no era necesario hacer la
guerra a los pueblos del Pacto de Sangre, puesto que fueron derrotados
culturalmente, aún permanecían intactas muchas obras megalíticas de los
Atlantes blancos y eso constituía “un pecado que clamaba al Cielo”. “Los
pueblos del Pacto Cultural faltaron a sus compromisos con los Dioses y esa
culpa sería severamente castigada”; sin embargo, y por suerte para ellos,
existía una solución: practicar el Sacrificio con el máximo rigor y secundar a
los Golen en el cumplimiento de la misión. Con otras palabras, los pueblos
nativos debían ahora consagrarse al Sacrificio, sacrificarse y sacrificar y,
como recompensa, los Golen los liberarían del castigo Divino ejecutando Ellos
mismos la destrucción de las obras megalíticas o su neutralización. Esto sería
todo, si no fuese porque los Dioses habían hecho una advertencia y quien la
desoyese arriesgaría ser destruido sin piedad para escarmiento de los hombres: lo que no se iba a perdonar de
ninguna manera en adelante, pues la Paciencia de los Dioses estaba agotada, era
el recuerdo del Pacto de Sangre y la búsqueda de la Sabiduría. Esto era
lo prohibido, lo abominable a los ojos de los Dioses. Pero lo más prohibido, y
lo más abominable, un pecado irredimible, era sin dudas el querer conservar la
Piedra de Venus. El que no entregase voluntariamente a los Sacerdotes del
Culto, o a los Golen, la Piedra de Venus, sufriría la condena de exterminio, es decir lo pagaría con la destrucción de su
linaje, con el aniquilamiento de todos los miembros de la Estirpe.
Demás está decir que los
Golen se hicieron muy pronto de casi todas las Piedras que todavía continuaban
en manos de los pueblos nativos. A diferencia de los Sacerdotes del Culto,
ellos sólo remitían algunas a la Fraternidad Blanca: otras las reservaban para
utilizarlas en actos de magia, pues se jactaban de conocer sus secretos y de poderlas
emplear en provecho de sus planes; y a éstas las denominaban, peyorativamente, huevos de serpiente. Los Señores de
Tharsis, claro está, jamás confiaron en los Golen ni se amedrentaron por sus
amenazas. Pero la Espada Sabia era una realidad que se había trocado en leyenda
popular y a la que no se podía negar con seriedad: los Golen sospecharon desde un primer momento que en
esa arma existía un secreto vestigio del Pacto de Sangre. Puesto que los
Señores de Tharsis no accedían a entregarla voluntariamente, y que no podía ser
comprada a ningún precio, decidieron aplicar contra ellos todos los recursos de
su magia, los diabólicos poderes con que los habían dotado las Potencias de la
Materia. Y aquí la sorpresa de los Golen fue mayúscula pues comprobaron que
aquellos poderes nada podían contra el Fuego demencial que encendía la sangre
de los Señores de Tharsis. La locura, mística o guerrera, que los distinguía
como hombres impredecibles e indómitos, los situaba también fuera del alcance
de los conjuros mágicos de los Golen. No quedaba a éstos otra alternativa, de
acuerdo a sus demoníacos designios, que apoderarse por la fuerza de la Espada
Sabia y someter a la Casa de Tharsis a la pena de exterminio.
Este fue, Dr. Siegnagel, el
verdadero motivo del contínuo estado de guerra en que debieron vivir en
adelante los Señores de Tharsis, lo que significó la pérdida definitiva de la
ilusoria soberanía disfrutada hasta entonces, y no la “codicia” que pueblos
extranjeros y conquistadores pudiesen haber alimentado por sus riquezas. Al
contrario, no existía en todo el orbe un Rey, Señor, o
simple aventurero de la guerra, al que los Golen no hubiesen tentado con la
conquista de Tharsis, con el fabuloso botín en oro y plata que ganaría el que
intentase la hazaña. Y fueron sus intrigas las que causaron el constante
asedio de bandidos y piratas. Mientras pudieron, los Señores de Tharsis
resistieron la presión valiéndose de sus propios medios, es decir, con el
concurso de los guerreros de mi pueblo. Pero cuando ello ya no fue posible,
especialmente cuando se enteraron que los fenicios de Tiro estaban concentrando
un poderoso ejército mercenario en las Baleares para invadir y colonizar
Tharsis, no tuvieron más salida que aceptar la ayuda, natural-mente interesada,
de un pueblo extranjero. En este caso solicitaron auxilio a Lidia, una Nación
pelasga del Mar Egeo, integrada por eximios navegantes cuyos barcos de ultramar
atracaban en Onuba dos o tres veces por año para comerciar con el pueblo de
Tharsis: tenían el defecto de que eran también mercaderes, y productores de
prescindibles mercancías, y estaban acostumbrados a prácticas y hábitos mucho
más “avanzados culturalmente” que los “primitivos” iberos; pero, en
compensación, exhibían la
importante cualidad de que eran de nuestra misma Raza y demostraban una
indudable habilidad para la guerra.
Por “pelasgos” la Historia ha
conocido a un conjunto de pueblos afincados en distintas regiones de las costas
mediterráneas y tirrenas, de la península egea, y del Asia Menor. Así que, para
hallar un origen común en todos ellos, hay que remitirse al Principio de la
Historia, a los tiempos posteriores a la catástrofe atlante, cuando los
Atlantes blancos instituyen el Pacto de Sangre con los nativos de la península
ibérica. En verdad, entonces
sólo había un pueblo nativo, que fue separado de acuerdo a las leyes exógamas
atlantes en tres grandes grupos: el de los iberos, el de los vaskos, y el de
los que después serían los pelasgos. A su vez, cada uno de estos grandes
grupos se subdividía internamente en tres en todas las organizaciones sociales
tribales de las aldeas, poblados y Reinos. Aquel pueblo único sería conocido
luego de la partida de los Atlantes blancos como Virtriones o Vrtriones,
es decir, ganaderos; pero el Nombre no tardó en convertirse en Vitriones, Vetriones, y, por influencia de otros pueblos, especialmente de los
fenicios, en Veriones o Geriones. El “Gigante Geriones”, con un par de piernas, es decir con
una sola base racial, pero triple de la cintura para arriba, o sea, con tres cuerpos
y tres cabezas, procede de un antiguo Mito pelasgo en el que se representa al
pueblo original con la triple división exogámica impuesta por los Atlantes
blancos; con el correr de los siglos, los tres grandes grupos del pueblo
nativo fueron identificados por sus nombres particulares y se olvidó la unidad
original: las rivalidades e intrigas estimuladas desde el Pacto Cultural
contribuyeron a ello, acabando cada grupo convencido de su individualidad
racial y cultural. A los iberos ya los he mencionado, pues de ellos desciendo,
y los seguiré citando en esta historia; de los vaskos nada diré fuera de que
temprano traicionaron al Pacto de Sangre y se aliaron al Pacto Cultural, error
que pagarían con mucho sufrimiento y una gran confusión estratégica, puesto que
eran un pueblo de Sangre Muy Pura; y en cuanto a los pelasgos, el caso es
bastante simple. Cuando los
Atlantes blancos partieron, iban acompañados masivamente por los pelasgos, a
quienes habían encargado la tarea de transportarlos por mar hacia el Asia
Menor. Allí se despidieron de los Atlantes blancos y decidieron permanecer en
la zona, dando lugar con el tiempo a la formación de una numerosa confederación
de pueblos. Sucesivas invasiones los obligaron en muchas ocasiones a
abandonar sus asentamientos, mas, como se habían transformado en excelentes
navegantes, supieron salir bien parados de todos los trances: sin embargo,
aquellos desplazamientos los traerían nuevamente en dirección de la península
ibérica; en el momento que transcurre la alianza con los lidios, siglo VIII
A.J.C., otros grupos pelasgos
ocupan ya Italia y la Galia bajo el nombre de etruscos, tyrrenos,
truscos, taruscos, ruscos, rasenos, etc. El grupo de los lidios que convocaron
los Señores de Tharsis, aún permanecían en Asia Menor, aunque soportando en esa
Epoca una terrible escasez de alimentos; reconocían por las tradiciones el
parentesco cercano que los unía a los iberos, pero afirmaban descender del “Rey
Manes”, legendario antepasado que no sería otro más que “Manú” el Arquetipo perfecto
del animal hombre, impuesto en sus Cultos por los Sacerdotes del Pacto
Cultural.
Una vez logrado el acuerdo
con los embajadores del Rey de Lidia, que incluía el consabido intercambio de
princesas, decenas de barcos pelasgos comenzaron a llegar a los puertos de
Tharsis. Venían repletos de temibles guerreros, pero también traían muchas
familias de colonos dispuestas a establecerse definitivamente entre aquellos
parientes lejanos, que tanta fama tenían por su riqueza y prosperidad. Esa
pacífica invasión no entusiasmaba demasiado a los de mi pueblo, pero nada
podían hacer pues todos comprendían la inminencia del “peligro fenicio”.
Peligro que desapareció no bien estos advirtieron el cambio de situación y
evaluaron el costo que supondría ahora la conquista de Tharsis. Por esta vez
los Golen fueron burlados; pero no olvidarían a la Espada Sabia, ni a los
Señores de Tharsis, ni a la sentencia de exterminio que pesaba sobre ellos.
En aquellas circunstancias,
la alianza con los pelasgos fue un acierto desde todo punto de vista. Los Lidios se contaban entre los
primeros pueblos del Pacto de Sangre que habían vencido el tabú del hierro y
conocían el secreto de su fundición y forjado: en ese entonces, las
espadas de hierro eran el arma más poderosa de la Tierra. Sin embargo, pese a
ser notables comerciantes, jamás vendían un arma de hierro, las que sólo
producían en cantidad justa para sus propios usos. Fabricaban, en cambio, gran
número de armas de bronce para la venta o el trueque: de allí su interés por
radicarse en Tharsis, cuya veta cuprífera de primera calidad era conocida desde
los tiempos legendarios, cuando los Atlantes cruzaban el Mar Occidental y
extraían el cobre con la ayuda del Rayo de Poseidón. El cobre casi no había
sido explotado por los Señores de Tharsis, deslumbrados por el oro y la plata
que todo lo compraban. La asociación con los lidios modificó esencialmente ese
criterio e introdujo en el pueblo un novedoso estilo de vida: el basado en la
producción de objetos culturales en gran escala destinados exclusivamente para
el comercio.
Una disuasiva muralla de
piedra se levantó en torno de la antiquisíma ciudadela de Tarshis, que los
pelasgos denominaban Tartessos y terminó dando nombre al país, con un perímetro
que abarcaba ahora un área cuatro o cinco veces superior. La vieja ciudadela se
había transformado en un enorme mercado y en los nuevos espacios fortificados
los talleres y fábricas surgían día a día. Telas, vestidos, calzado,
utensilios, cacharros, muebles, objetos de oro, plata, cobre y bronce,
prácticamente no existía mercancía que no se pudiese comprar en Tartessos: y
salvo el estaño, imprescindible para la industria del bronce, que se iba a
buscar a Albión, todo, hasta los alimentos, se producía en Tartessos.
Evidentemente por influencia del
Pacto Cultural, la alianza entre mi pueblo y los lidios culminó en una
explosión civilizadora. Muy pronto el antiguo Señorío de Tharsis se convirtió
en “el Reino Tartéside” y, en pocos siglos, se expandió por toda Andalucía: los
tartesios fundaron entonces importantes ciudades, tales como Menace, hoy
llamada Torre del Mar, o Masita, a la que los usurpadores cartagineses
rebautizaron Cartagena. Su flota llegó a ser tan poderosa como la fenicia y su
comercio, altamente competitivo por la mejor calidad de los productos,
consiguió poner en grave peligro la economía de los hombres rojos. Recién a
partir del siglo IV A.J.C., a causa de la colonización
griega y de la expansión de la colonia fenicia de Cartago, declinó en algo la
supremacía comercial y marítima mediterránea de los tartesios.
Debo insistir en que el hecho
de ser parientes cercanos facilitó enormemente la integración con los pelasgos.
Ello se pudo comprobar especialmente en el caso del Culto, donde casi no había
diferencia entre los dos pueblos pues los lidios adoraban también a la Diosa
del Fuego, a la que conocían como Belilith. Con pocas palabras: para los lidios, Beleno era “Bel”, y
Belisana, “Belilith”; también, por provenir de una región donde el Pacto
Cultural tenía mayor influencia, presentaban algunas diferencias en la lengua y
en el alfabeto sagrado; la antigua lengua pelasga, que en mi pueblo aún se
hablaba con bastante pureza, había sufrido en los lidios el influjo de lenguas
semitas y asiáticas: sin embargo, aquella jerga de navegantes, era más adecuada
para el comercio de ultramar que ellos practicaban. La otra diferencia estaba
en el alfabeto: hacía miles de años que en mi pueblo se había olvidado la
Lengua de los Pájaros; empero, los últimos Iniciados, y luego los Sacerdotes de
la Flama, conservaron el alfabeto sagrado de trece más tres Vrunas, a las que
representaban con dieciséis signos formados con líneas rectas y a los que
habían asociado un sonido de la lengua corriente: de ese modo se disponía de
trece consonantes y tres vocales; las vocales sólo las conocían los Señores de
Tharsis pues expresaban el Nombre pelasgo, secreto, de la Diosa Luna, algo así
como Ioa; pues bien: la novedad que
traían los lidios era un alfabeto sagrado compuesto por trece más cinco letras, es decir, por dieciocho
signos que representaban sendos sonidos de la lengua corriente; tenía también
trece consonantes, pero las vocales eran cinco: y, las dos agregadas, los
lidios no podían suprimirlas ya sin perder más de la mitad de sus palabras. De
todo esto, lo más importante, aquello en lo que se debía acordar de entrada,
era el Nombre de la Diosa y el número del alfabeto sagrado. Sobre lo primero, se convino en referirse a la Diosa
en lo sucesivo con un Nombre más antiguo, que había sido común a los dos
pueblos: Pyrena; desde entonces,
Belisana y Belilith, serían para los tartesios la Diosa del Fuego Pyrena. Con respecto a lo
segundo, los Señores de Tharsis, que estaban en esa ocasión apremiados por la
presión enemiga, no tuvieron más remedio que aceptar la imposición del alfabeto
sagrado de dieciocho letras: el único consuelo, ironizaban, consistía en que
“el número dieciocho agradaba mucho más a la Diosa que el dieciséis”.
Por lo demás, los lidios habían sufrido una suerte
parecida a la de mi pueblo. En algún momento de su historia los ganó la Fatiga
de Guerra y acabaron cediendo frente a los pueblos del Pacto Cultural;
los últimos de sus Iniciados consiguieron entonces plasmar las “misiones
familiares” en un número aún mayor de Estirpes que las existentes entre los
míos; eso explicaba la gran cantidad de familias de artesanos, especializados
en los más variados oficios, que integraban el pueblo de los lidios.
Séptimo Día
La cordillera de la Sierra
Morena es parte de la divisoria Mariánica que separa el Sur de Andalucía del
resto de la península ibérica; desde el Mediterráneo, frente a las Baleares,
hasta el monte Gordo en la desembocadura del río Guadiana, su relieve tiene una
longitud aproximada de seiscientos kilómetros. En el extremo occidental, dando
origen al río Odiel, se dibuja de Este a Suroeste la sierra de Aracena, en uno
de cuyos cerros se halla enclavado el castillo Templario al cual me referiré
más adelante. Numerosas cadenas de sierras menores se extienden más al Sur: una
de ellas es la de Río Tinto, de donde proviene el río del mismo nombre; otra es
la de Catochar, asiento de las principales minas de la Casa de Tharsis. Los
ríos Tinto y Odiel descienden hacia el Golfo de Cádiz y confluyen, pocos
kilómetros antes de la costa, formando una ancha ría. En la franja de terreno
que queda entre ambos ríos, sobre la desembocadura del Odiel, se asienta desde
la Antigüedad la ciudad fluvial y marítima de Onuba, hoy llamada Huelva. Y a
unos veinticinco kilómetros de Onuba, Odiel arriba, se encontraba la
antiquísima ciudadela de Tharsis, en las cercanías de la actual villa Valverde
del Camino.
El río Tinto, o Pinto,
recibe ese nombre porque sus aguas bajan rojizas, teñidas por el mineral de
hierro que recoge en la sierra Aracena. El Odiel, en cambio, siempre fue un río
sagrado para los iberos y por eso lo identificaban con la más importante Vruna,
la que designa el Nombre de Navután, el Gran Jefe de los Atlantes blancos. Al
parecer, Navután significaba Señor (Na) Vután, en la lengua de los Atlantes blancos;
los distintos pueblos
indogermanos que participaron del Pacto de Sangre, pero luego cayeron frente a
la Estrategia del Pacto Cultural, concluyeron que se trataba de un Dios y le
adoraron bajo diferentes Nombres, todos derivados de Navután: así, se le llamó
Nabu (de Nabu-Tan); Wothan (de Na-Vután, Na-Wothan); Odán u Odín (de Nav-Odán,
Nav-Odín); Odiel u Odal (de Nav-Odiel, Nav-Odal); etc.
Cinco kilómetros al Norte
de la ciudadela de Tharsis, en el sistema de la sierra Catochar, se halla el
monte Char, nombre que significaba Fuego y Verbo en diversos dialectos iberos.
En su cima existía un bosque de Fresnos que era venerado por los iberos en
memoria de Navután: allí los Atlantes blancos habían erigido un enorme meñir
señalado con Su Vruna. Lo habían plantado en el centro del bosque, en un sitio
que, extrañamente, estaba poblado por un pequeño grupo de manzanos. En los días
de los Señores de Tharsis, sólo sobrevivía uno de aquellos manzanos, y nadie
sabía explicar si los otros habían desaparecido por causas naturales o por el
talado intencional. El que quedaba estaba plantado a unos veinte pasos del
meñir y se veía a todas luces que se trataba de un árbol varias veces
centenario.
Toda la Antigüedad
mediterránea pregriega conocía la existencia del “Manzano de Tharsis”, hacia el
que solían emprender peregrinaciones anuales los devotos de la Diosa del Fuego.
En un comienzo, en efecto, los fresnos y manzanos estaban asociados a Navután y
Frya, respectivamente. Posteriormente, luego de la alianza de sangre con los
pueblos del Pacto Cultural, los Sacerdotes consagraron el Manzano de Tharsis a
la Diosa Belisana y establecieron la costumbre de celebrar el Culto al pie de
su añoso tronco. Para ello construyeron un altar de piedra compuesto de dos
columnas y una losa transversal, sobre la que se asentaba la Lámpara Perenne:
aquel fuego inmortal representaba a la Diosa, y el Manzano el camino a seguir.
Conforme enseñaban los Sacerdotes, el Dios Creador escribió el Culto en la
semilla del manzano; el árbol era sólo una parte del mensaje referido al
destino del hombre; la flor, por ejemplo, equivalía al corazón del hombre, el
asiento del Alma, y su forma, y su color, expresaban la Promesa de la Diosa;
pero otra parte del mensaje estaba escrito en el rosal y la Promesa de la Diosa
también lucía en su flor, en su forma y su color; el manzano y el rosal no sólo
eran plantas de la misma familia sino que en realidad consistían en una sola
planta: fue la Promesa de la Diosa la que dividió la semilla del manzano para
que hubiesen varias flores diferentes, flores que revelarían el camino de la
perfección a aquellos hombres que se entregasen a Ella y abrazasen su Culto.
Por supuesto, el mito que
describía el Culto sólo sería revelado por los Sacerdotes a quienes ellos
consideraban que estaban preparados para la iniciación en el sacerdocio, es
decir, a quienes iban a ser también Sacerdotes. El significado, secreto, de la
Promesa sería éste: el manzano y el rosal correspondían a dos estados o fases
de la vida del hombre, como la niñez y la adultez, por ejemplo; cuando era “como niño”, el hombre tenía su
corazón semejante a la flor del manzano, que era blanca y sonrosada por fuera,
y se desplegaba insensatamente; cuando fuese
“como adulto”, es decir, cuando fuese iniciado como Sacerdote del Culto o
cuando fuese capaz de oficiarlo como un Sacerdote, tendría el corazón como la flor del rosal, que era del color del
Fuego de la Diosa y jamás se desplegaba totalmente, como no fuera para morir;
por eso existía en el mundo un solo manzano y muchos rosales: porque muchas
serían las perfecciones que podría alcanzar el hombre que emprendiese el
sacerdocio de la Diosa; la historia del manzano ya estaba escrita, en cambio la
historia del rosal se estaba siempre escribiendo; y la mejor parte aún no había
sido escrita: vendrían al mundo, algún día, hombres de un corazón tan perfecto,
que entonces advendrían las rosas más bellas, como nunca se vieron antes en la
Tierra.
Con esta explicación, se
entenderá por qué los Sacerdotes habían permitido que un viejo rosal de
pitiminí se hubiera enrollado como una serpiente en el tronco del Manzano de
Tharsis: indudablemente, tal disposición de los dos árboles era necesaria para
representar el significado secreto del Culto. El ritual obligaba a adorar el
Fuego de la Diosa y admirar la flor del manzano, deseando intensamente que la
Diosa cumpliese la Promesa y el corazón del Sacerdote se tornase como la flor
del rosal. Pero el pueblo, que habitualmente ignoraba esta interpretación del
Culto, acudía de todas partes al Manzano de Tharsis para realizar sus ofrendas
ante el Altar de Fuego de la Diosa.
Cuando mis antepasados
adquirieron los derechos del Señorío de Tharsis, que entonces era muy reducido
y estaba devastado por la reciente guerra contra los fenicios, se hicieron
cargo naturalmente del Culto Local, aunque carecían de una Lámpara Perenne.
Prácticamente no introdujeron reformas en lo referente a la Promesa pues
aceptaban como un hecho que el corazón estaba relacionado con la flor del
manzano y que la adoración a la Diosa ocasionaría una trasmutación análoga a la
flor del rosal. Sólo en lo Tocante al Fuego se pudo apreciar el primer efecto
visible que la misión familiar estaba causando en los Señores de Tharsis;
agregaron al título de la Diosa la palabra “frío”, vale decir, que Belisana era
ahora “la Diosa del Fuego Frío”. Explicaron ese cambio como una revelación
local de la Diosa. Ella había hablado a los Señores de Tharsis; en la
comunicación, afirmaba que sería Su Fuego el que se instalaría en el corazón del
hombre y lo trasmutaría; y que ese Fuego, al principio extremadamente cálido,
final-mente se tornaría más frío que el
hielo: y sería ese Fuego Frío el que produciría la mutación de la naturaleza
humana.
Hay que ver en este cambio
algo más que un simple agregado de palabras: era la primera vez que en un Culto aparecía la posibilidad
de enfrentar y superar al temor, es decir, al sentimiento que en todos los
Cultos aseguraba la sumisión del creyente; el temor a los Dioses es un
sentimiento necesario e imprescindible de mantener vivo para asegurar la
autoridad terrestre de los Sacerdotes; si el hombre no les teme, al final se
rebelará contra los Dioses: pero antes se sublevará contra los Sacerdotes de
los Dioses. Empero este cambio no se verá si antes no se aclara algo que
hoy no es tan obvio: el hecho de que en todas las lenguas indogermánicas “frío”
y “miedo” tienen la misma raíz, lo que aún puede intuirse, por ejemplo, en escalo-frío (de terror). Pues bien, en
aquel entonces, la palabra “frío” era sinónima de “terror” y, en consecuencia,
lo que significaba el nuevo Culto era que un terror sin nombre se instalaría en
el corazón del creyente como “Gracia de la Diosa”; y que ese terror causaría su perfección.
Así Belisana, la Diosa del
Fuego Frío, se había convertido también en la “Diosa del Terror”, un título
que, aunque los Señores de Tharsis no podían saberlo, perteneció en remotísimos
tiempos a la misma Diosa, pues a
la esposa de Navután se la conoció igualmente como “Frya, La Que Infunde Terror
al Alma y Socorro al Espíritu”.
Tras su arribo a la
península ibérica, los Golen intentaron en numerosas ocasiones ocupar el Bosque
Sagrado y controlar el Culto a la Diosa del Fuego Frío, pero siempre fueron
rechazados por la celosa y obstinada locura mística de los Señores de Tharsis.
Hasta llegaron a ofrecer una auténtica Lámpara Perenne de los Atlantes morenos,
sabedores de que carecían de ella y que estaban obligados a vigilar
permanentemente la flama de su lámpara primitiva de aceite y amianto. No hay
que aclarar que la ofrecían a cambio de la unificación del Culto y de la
institución del Sacrificio ritual, y que semejante propuesta resultaba
inaceptable para los Señores de Tharsis, porque ello es obvio a esta altura del
relato. Como también es evidente que esa resistencia, insólita para quienes se
habían impuesto sobre todos los pueblos nativos, unida a la imposibilidad de
apoderarse de la Espada Sabia, los iba enconando permanentemente contra los
Señores de Tharsis. La
reacción de los Golen desencadenó aquella campaña internacional alentando la
conquista de Tharsis que culminó en el peligroso intento de invasión fenicia
desde las Baleares y Gades, o Cádiz. Pero los Señores de Tharsis convocaron a los lidios e
hicieron desistir a los fenicios de su proyecto conquistador por lo menos por
los siguientes cuatro siglos. De la alianza entre iberos y lidios surgió
el “Imperio de Tartessos”, que pronto se expandió por toda Andalucía, la
“Tartéside”, y privó a los fenicios de colonias costeras en su territorio. Las
Baleares y la isla de León, asiento de Gades, quedaron aisladas de tierra firme
pues los tartesios sólo les permitieron mantener un comercio exiguo a través de
sus propios puertos. ¿Cuál sería la siguiente reacción de los Golen frente a
ese poderío que se desarrollaba fuera de su control y que frustraba todos sus
planes? Antes de responder, estimado y, paradójicamente, paciente Doctor
Siegnagel, debo ponerlo al corriente de las consecuencias que la presencia de
los lidios produjo en el Culto del Fuego Frío. Para entender lo que sigue sólo
hay que recordar que los
lidios eran más “cultos” que los iberos, es decir, más civilizados
culturalmente, en tanto que los más “incultos” iberos, es decir, más bárbaros,
estaban más “cultivados” espiritualmente que los lidios, poseían más Sabiduría
que conocimiento.
Esas diferencias
ocasionarían que los Príncipes lidios, ahora de la misma familia de los Señores
de Tharsis, aceptasen sin profundizar el significado esotérico del Culto a la
Diosa del Fuego Frío, que en adelante se denominaría por común acuerdo “Pyrena”, y empleasen todo su esfuerzo
en perfeccionar la forma exotérica del Culto. Tal aplicación va siempre en
perjuicio de la parte esotérica y, como no podía ser de otra manera, a la larga
iba a resultar fatal para los tartesios. Mas esto ya lo verá, pues, como
anuncié, estoy yendo paso a paso.
Los lidios, como en otras
industrias, eran hábiles artesanos de la piedra. ¿Qué cree que hicieron en su
afán de perfeccionar la forma exterior del Culto? Decidieron, ante el horror de
sus parientes iberos que nada podían hacer para impedirlo, tallar el meñir del
Bosque Sagrado con la Figura de Pyrena; la escultura contribuiría a sostener el
Culto, explicaban, pues el pueblo lidio necesitaba una imagen más concreta de
la Diosa: su representación como Flama era demasiado abstracta para ellos.
El meñir consistía en una
piedra bruta de color aceitunado, de unos cinco metros de altura, y con forma
de cono truncado: los lidios se proponían emplearlo íntegramente para tallar la
Cabeza de la Diosa. De acuerdo con su proyecto, la nuca debía quedar frente al
Manzano, de tal suerte que el Divino Rostro mirase directamente al pueblo; y el
pueblo, distribuido en un claro circundante desde el que se dominaba la escena
ritual, vería el Rostro de la Diosa y, tras de ella, al Manzano de Tharsis.
Trabajaron dos Maestros escultores en la talla, uno para esculpir el Rostro y
otro las guedejas serpentinas, en tanto que tres ayudantes se ocupaban de
practicar el hueco de la nuca, conectado con los Ojos de la Diosa. La obra no
estuvo lista antes de cinco años pues, aún cuando las herramientas de hierro de
los lidios permitieron adelantar mucho de entrada, la terminación pulida que
pretendían les demandó largos años de trabajo: en verdad, los tartesios
continuarían puliendo durante décadas la Cabeza de Pyrena, hasta dotarla de un
impresionante realismo.
La necesidad que sentían los lidios de contemplar una
manifestación figurativa de la Diosa era propia de la Epoca: los pueblos del
Pacto Cultural experimentaban entonces una generalizada caída en el exoterismo
del Culto, que los llevaba a adorar los Aspectos más formales y aparentes de la
Deidad. Los pueblos presentían que los Dioses se retiraban desde adentro, pero sólo podían
retenerlos desde afuera: por eso se aferraban con desesperación a los Cuerpos y
a los Rostros Divinos, y a cualquier forma natural que los representase. Siendo
así, no debe sorprender el intenso fervor religioso despertado en los pueblos,
y la extraordinaria difusión geográfica, que produjo el Culto del Fuego Frío
luego de la transformación del meñir. Además de los tartesios, orgullosos
depositarios de la Promesa de la Diosa, hombres pertenecientes a mil pueblos
diferentes peregrinaban hasta el “Bosque Sagrado de Tartéside” para asistir al
Ritual del Fuego Frío: entre otros, acudían los iberos y ligures desde todos
los rincones de la península, y los brillantes pelasgos desde Etruria, y los
corpulentos bereberes de Libia, y los silenciosos espartanos de Laconia, y los
tatuados pictos de Albión, etc. Y todos los que llegaban hasta Pyrena venían
dispuestos a morir. A morir, sí, porque ésa era la condición de la Promesa, el
requisito de Su Gracia: como todos sus adoradores sabían, la Diosa tenía el
Poder de convertir al hombre en un Dios, de elevarlo al Cielo de los Dioses;
mas, como todos también sabían, los raros Elegidos que Ella aceptaba debían
pasar previamente por la Prueba del Fuego Frío, es decir, por la experiencia de
Su Mirada Mortal; y esta experiencia generalmente acababa con la muerte física
del Elegido. De acuerdo con lo que sabían sus adeptos, y sin que tal certeza
afectase un ápice la fascinación por Ella, muchos
más eran los Elegidos que habían muerto que los comprobadamente renacidos;
los que recibían Su Mirada Mortal de cierto que caían; y muchos, la mayoría,
jamás se levantaban; pero algunos sí lo
hacían: y esa remota posibilidad era más que suficiente para que los
adoradores de la Diosa decidiesen arriesgarlo todo. Los que se despertasen de la Muerte serían quienes verdaderamente
habían entregado sus corazones al Fuego Frío de la Diosa y a los que Ella
recompensaría tomándolos por Esposos: por Su Gracia, al revivir, el Elegido ya
no sería un ser humano de carne y hueso sino un Hombre de Piedra Inmortal, un Hijo de la Muerte.[17]
Estos títulos al principio constituyeron un enigma para los Señores de Tharsis,
que fueron quienes introdujeron la Reforma del Fuego Frío en el Antiguo Culto a
Belisana, pues afirmaban haberlos recibido por inspiración mística directamente
de la Diosa, aunque suponían que se refería a una condición superior del
hombre, cercana a los Dioses o a los Grandes Antepasados. Mas luego, cuando
entre los mismos Señores de Tharsis hubo Hombres de Piedra, la respuesta se
hizo súbitamente clara. Pero ocurrió que esa respuesta no era apta para el
hombre dormido, ni tampoco para los Elegidos que con más fervor adoraban a la
Diosa: los Hombres de Piedra callarían este secreto, del que sólo hablarían
entre ellos, y formarían un Colegio de Hierofantes tartesio para preservarlo. A partir de allí, serían los
Hierofantes tartesios, es decir, mis antepasados trasmutados por el Fuego Frío,
los que controlarían la marcha del Culto.
Octavo Día
En la Epoca en que no se
celebraba el Ritual del Fuego Frío, los Hierofantes tartesios permitían a los
peregrinos llegar hasta el claro del Bosque Sagrado y contemplar la colosal
efigie de Pyrena; allí podrían depositar sus ofrendas y reflexionar si estaban
dispuestos a afrontar la Muerte de la Prueba del Fuego Frío o si preferían
regresar a la ilusoria realidad de sus vidas comunes. Por el momento la Diosa
no podía dañarlos pues Sus Ojos estaban cerrados y a nadie comunicaba Su Señal
de Muerte. Pero, no obstante tal convicción, muchos quedaban helados de espanto
frente al Antiguo Rostro Revelado y no eran menos los que huían al punto o
morían allí mismo de terror. Es
que el meñir original había sido plantado en ese sitio por los semidioses
Atlantes blancos miles de años antes, pero, en los días de la alianza con los lidios,
no existía nadie sobre la Tierra capaz de emular aquella hazaña de trasladar a
miles de kilómetros de distancia una gigantesca piedra, y depositarla en el
centro de un espeso bosque de fresnos, sin
talar árboles para ello: se comprende, pues, que los peregrinos
recibiesen la inmediata impresión de que aquel busto terrible era obra de los
Dioses. Pero no sólo el meñir era obra de los Dioses, puesto que la
conformación del Rostro procedía de esa notable capacidad para degradar lo
Divino que exhibían los lidios; astutamente, los tartesios se cuidaron siempre
muy bien de informar sobre el origen de la inquietante escultura.
Quien lograba reponerse de
la impresión inicial, y reparaba en los detalles del insólito Rostro, tenía que
apelar a todas sus fuerzas a fin de no ser ganado, más tarde o más temprano,
por el pánico. Recuerde, Dr., que, para sus adoradores, lo que tenían enfrente
no era una mera representación de piedra inerte sino la Imagen Viva de la
Diosa: Pyrena se manifestaba en el Rostro y el Rostro participaba de Ella. Y
era aquel Rostro hierático lo que quitaba el aliento. Probablemente, si alguien
hubiese conseguido, con un poderoso acto de abstracción, separar la Cara, de la
Cabeza de la Diosa, la habría encontrado de facciones bellas; en primer lugar,
y a pesar de la coloración verdosa de la piedra, por la forma de los rasgos era
indudable la pertenencia a la Raza Blanca; en siguiente orden, cabría reconocer
en el semblante general una belleza arquetípica indogermánica o directamente
aria: Ovalo de la Cara rectangular; Frente amplia; Cejas pobladas, ligeramente
curvadas y horizontales; los Párpados, puesto que ya dije que los Ojos
permanecían cerrados, demostraban por la expresión una Mirada frontal, de Ojos
redondos y perfectos; Nariz recta y proporcionada; Mentón firme y prominente;
Cuello fuerte y delgado; y la Boca, con el labio inferior más grueso y algo más
saliente que el superior, era quizá la nota más hermosa: estaba levemente
abierta y curvada en una Sonrisa apenas esbozada, en un gesto inconfundible de cósmica ironía.
Naturalmente, quien
careciese del poder de abstracción necesario, no advertiría ninguno de los
caracteres señalados. Por el contrario, sin dudas toda su atención sería
absorbida de entrada por el Cabello de la Diosa; y esa observación primera
seguramente neutralizaría el juicio estético anterior: al contemplar la Cabeza
en conjunto, Cabello y Cara, la Diosa presentaba aquel Aspecto aterrador que
causaba el pánico de los visitantes. Pero ¿qué había en Su Cabello capaz de paralizar
de espanto a los rudos peregrinos, normalmente habituados al peligro?
Serpientes; Serpientes de un realismo excepcional. Su Cabellera se componía de dieciocho Serpientes de
piedra: ocho, de distinta longitud, caían a ambos lados de la Cara y
otras dos, mucho más pequeñas, se erizaban sobre la frente.
Cada par de las ocho
Serpientes estaban a la misma altura: dos a la altura de los Ojos, dos a la de
la Nariz, dos a la de la Boca y dos a la del Mentón; emergiendo de un nivel
anterior de Cabello, los restantes ocho Ofidios volvían y situaban sus cabezas
entre las anteriores. Y cada Serpiente, al separarse de las restantes guedejas,
formaba en el aire con su cuerpo dos curvas contrapuestas, como una ese (S),
que le permitía anunciar el siguiente movimiento: el ataque mortal. Y las dos
Serpientes de la Frente, pese a ser más pequeñas, también evidenciaban idéntica
actitud agresiva. En resumen, al admirar de Frente el Rostro de la Sonriente
Diosa, emergía con fuerza el arco de las dieciocho cabezas de Serpiente de Su
Cabellera; y todas las cabezas estaban vueltas hacia adelante, acompañando con
sus ojos la Mirada sin Ojos de la Diosa; y todas las cabezas tenían las fauces
horriblemente abiertas, exponiendo los mortales colmillos y las abismales
gargantas. No debe sorprender, pues, que aquella impresionante aparición de la
Diosa aterrorizase a sus más fieles adoradores.
Lógicamente, tal
composición tenía un significado esotérico que sólo los Hierofantes e Iniciados
conocían, aunque, eventualmente, disponían de una explicación exotérica
aceptable. En éste último caso notificaban al viajero, que a veces podía ser un
Rey aliado o un embajador importante al que no se le podía negar de plano el
conocimiento, que las dieciocho serpientes representaban a las letras del
alfabeto tartesio, el que pretendían haber recibido de la Diosa. Durante el
ritual, afirmaban, los Iniciados podían escuchar a las Serpientes de la Diosa
recitar el alfabeto sagrado. La
Verdad esotérica que había atrás de todo esto era que las dieciocho letras
correspondían efectivamente a las dieciocho Vrunas de Navután y que con ellas
se podía comprender el Signo del Origen y con éste a la Serpiente, máximo
símbolo del conocimiento humano. Pero tal verdad era apenas intuida por
los Hierofantes tartesios ya que en esos días nadie veía el Signo del Origen ni
recordaba las Vrunas de Navután: al instituir la Reforma del Fuego Frío, los
Señores de Tharsis habían recibido la Palabra de la Diosa de que la Casa de
Tharsis, descendiente de los Atlantes blancos, “no se extinguiría mientras al
menos uno de sus miembros no recuperase la Sabiduría perdida”, y para que Su
Palabra se cumpliese, “menos que nunca deberían desprenderse de la Espada
Sabia”. Ese momento aún no había llegado y ningún descendiente de la Casa de
Tharsis comprendía el significado profundo de esa Verdad esotérica que revelaba
la Cabeza de Piedra de Pyrena. De modo que para ellos era también una verdad
incuestionable el hecho de que las dieciocho Serpientes representaban a las
letras del alfabeto tartesio: las dos Serpientes más pequeñas, por ejemplo,
correspondían a las dos letras introducidas por los lidios y su pronunciación
se mantenía en secreto, al igual que el Nombre de la Diosa Luna formado por las
tres vocales de los iberos. En este caso, las dos vocales permitían conocer el
Nombre que la Diosa Pyrena se daba a sí misma cuando se manifestaba como Fuego
Frío en el corazón del hombre, es decir, “Yo soy” (algo así como Eu o Ey).
Todos los años, al
aproximarse el solsticio de invierno, los Hierofantes determinaban el
plenilunio más cercano, y, en esa noche, se celebraba en Tartessos el Ritual
del Fuego Frío. No serían muchos los Elegidos que, finalmente, se atreverían a
desafiar la prueba del Fuego Frío: casi siempre un grupo que se podía contar
con los dedos de la mano. El meñir estaba alineado hacia el Oeste del Manzano
de Tharsis, de tal modo que la Diosa Luna aparecería invariablemente detrás del
árbol y transitaría por el cielo hasta alcanzar el cenit, sitio desde donde
recién iluminaría a pleno el rostro de la Diosa que Mira Hacia el Oeste. Desde
el anochecer, con las miradas dirigidas hacia el Este, los Elegidos se hallaban
sentados en el claro, observando el Rostro de la Diosa y, más atrás, el Manzano
de Tharsis.
Cuando el Rostro Más
Brillante de la Diosa Luna se posaba sobre el Bosque Sagrado, los Elegidos se
mantenían en silencio, con las piernas cruzadas y expresando con las manos el
Mudra del Fuego Frío: en esos momentos sólo les estaba permitido masticar hojas
de sauce; por lo demás, debían permanecer en rigurosa quietud. Hasta el cenit
del plenilunio, la tensión dramática crecía instante tras instante y, en ese
punto, alcanzaba tal intensidad que parecía que el terror de los Elegidos se
extendía al medio ambiente y se tornaba respirable: no sólo se respiraba el
terror sino que se lo percibía epidérmicamente, como si una Presencia pavorosa
hubiese brotado de los rayos de la Luna y los oprimiese a todos con un abrazo
helado y sobrecogedor.
Invariablemente se llegaba
a ese climax al comenzar el Ritual. Entonces un Hierofante se dirigía a la
parte trasera de la Cabeza de Piedra y ascendía por una pequeña escalera que
estaba tallada en la roca del meñir y se internaba en su interior. La escalera,
que contaba con dieciocho escalones y culminaba en una plataforma circular,
permitía acceder a una plataforma troncocónica: era éste un estrecho recinto de
unos dos y medio metros de altura, excavado exactamente detrás de la Cara y
apenas iluminado desde el piso por la Lámpara Perenne. Sobre la plataforma del
piso, en efecto, había un diminuto fogón de piedra en cuyo hornillo se
colocaba, desde que los lidios perfeccionaron la forma del Culto, la Lámpara
Perenne: una losa permitía tapar la boca superior del hornillo y regular la
salida de la exigua luz. Ahora esta luz era mínima porque el Hierofante se
aprestaba a realizar una operación clave del ritual: efectuar la apertura de
los Ojos de la Diosa. Para lograrlo sólo tenía que desplazar hacia adentro las
dos piezas de piedra, solidarias entre sí, que habitualmente permanecían
perfectamente ensambladas en la Cara y causaban la ilusión de que unos pétreos
Párpados cubrían el bulbo de Sus Ojos: esas pesadas piezas requerían la fuerza
de dos hombres para ser colocadas en su lugar, pero, una vez allí, bastaba con
quitar una traba y se deslizaban por sí mismas sobre una guía rampa que
atravesaba todo el recinto interior.
Hay que imaginarse esta
escena. El cerco de Fresnos del Bosque Sagrado formando el claro y en su
centro, enormes e imponentes, el Manzano de Tharsis y la estatua de la Diosa
Pyrena. Y sentados frente al Rostro de la Diosa, en una posición que exalta aún
más el tamaño colosal y la turbadora Cabellera serpentina, los Elegidos, con la
mirada fija y el corazón ansioso, aguardando Su Manifestación, la llamada
personal que abre las puertas de la Prueba del Fuego Frío. Desde lo alto, la
Diosa Ioa derrama torrentes de luz
plateada sobre aquel cuadro. De pronto, procedentes del Bosque cercano, un
grupo de bellísimas bailarinas se interpone entre los Elegidos y la Diosa
Pyrena: traen el cuerpo desnudo de vestidos y sólo llevan objetos ornamentales,
pulseras y anillos en manos y pies, collares y cintos de colores, aros de
largos colgantes, cintas y apretadores en la frente, que dejan caer libremente
el largo cabello. Vienen brincando al ritmo de una siringa y no se detienen en
ningún momento sino que de inmediato se entregan a una danza frenética.
Previamente, han practicado la libación ritual de un néctar afrodisíaco y por
eso sus ojos están brillantes de deseo y sus gestos son insinuantes y lascivos:
las caderas y los vientres se mueven sin cesar y pueden ser vistos, a cada
instante, en mil posiciones diferentes; los pechos firmes se agitan como
palomas al vuelo y las bocas húmedas se abren anhelantes; toda la danza es una
irresistible invitación a los placeres del amor carnal.
Desde luego, el erotismo
desplegado por las bailarinas tenía por objeto excitar sexualmente a los
Elegidos, encender en ellos el Fuego
Caliente de la pasión animal. Aquel baile era una supervivencia del antiguo
Culto del Fuego y su culminación, en otras Epocas, hubiese derivado en una
desenfrenada orgía. Pero la Reforma del Fuego Frío había cambiado las cosas y
ahora se prohibía el ayuntamiento ritual y se exigía, en cambio, que los
Elegidos experimentasen el Fuego Caliente en el corazón. Si algún Elegido
carecía de fuerzas para rechazar el convite de las danzarinas podría unirse a
ellas y gozar de un deleite jamás imaginado, mas eso no lo salvaría de la
muerte pues luego sería asesinado en castigo por su debilidad. La actitud
exigida a los Elegidos requería que permaneciesen inmutables hasta la
conclusión de la danza, manteniendo la vista fija en el Rostro de la Diosa.
Regresemos a la escena. El
volumen de la música fue en aumento y ahora es un coro de flautas y tambores el
que acompaña los movimientos cadenciosos; las bailarinas jadean, el baile se
torna febril y la expresión erótica llega a su apogeo, tras ellas, la Sonrisa
de la Diosa parece más irónica que nunca. Los Elegidos se concentran en Pyrena
pero no pueden evitar percibir, como entre las brumas de un sueño, a las
bailoteantes bellezas femeninas que los embriagan de pasión, que los arrastran
inevitablemente a un cálido y sofocante abismo. Es entonces cuando se hace
necesaria la intervención de la Diosa, cuando los Elegidos, con la voluntad
enervada, solicitan en sus corazones el cumplimiento de Su Promesa. Y es
entonces cuando, a una señal de los Hierofantes, la música cesa bruscamente,
las bailarinas se retiran con rapidez, y los Ojos de la Diosa se abren para
Mirar a Sus Elegidos. Como un latigazo, un estremecimiento de horror conmueve a
los Elegidos: los Párpados han desaparecido y la Diosa los contempla desde las
cuencas vacías, con Forma de Hoja de Manzano, de Sus Ojos. Ha comenzado la
Prueba del Fuego Frío. Un Hierofante, con voz estruendosa, recita la fórmula
ritual:
Oh Pyrena,
Diosa de la
Muerte Sonriente
Tú que tienes
la Morada
Más Allá de
las Estrellas
¡Acércate a la
Tierra de los Elegidos
Que Por Ti
Claman!
Oh Pyrena,
Tú que antes
Amabas con el Calor del Fuego a los Elegidos
y después los
Matabas
¡Recuerda la
Promesa!
¡Asesínalos
primero con el Frío del Fuego,
Para Amarlos
luego en Tu Morada!
Oh Pyrena,
¡Haz que Muera
en Nosotros la Vida Cálida!
¡Haznos
conocer a Kâlibur,
la Muerte Fría
de Tu Mirada!
¡Y Haznos
Vivir en la Muerte
Tu Vida
Helada!
Oh Pyrena,
Tú que una vez
Nos Concediste
la Semilla del
Cereal
para Sembrar
en el Surco de la Infamia,
¡Mata esa Vida
Creada!
¡Y deposita en
el Corazón del Elegido
la Gélida
Semilla de la Piedra que Habla!
Oh Pyrena,
Diosa Blanca,
¡Muéstranos la
Verdad Desnuda
por Kâlibur en
Tu Mirada,
y ya no
seremos Hombres sino Dioses
de Corazón de
Piedra Congelada!
¡Kâlibur, Tus
Elegidos Te Claman!
¡Kâlibur, Tus
Elegidos Te Aman!
¡Kâlibur,
Muerte Que Libera!
¡Kâlibur,
Semilla de Piedra Congelada!
¡Kâlibur,
Verdad Desnuda Recordada!
Todo sucede velozmente,
como si el Tiempo se hubiese detenido. El Fuego Caliente de la Pasión Animal se
troca nuevamente en Terror. Pero ahora es un Terror sín límites el que
sobreviene, un Terror que es la Muerte Misma, la Muerte Kâlibur de Pyrena, la
Muerte Necesaria que precede a la Verdad Desnuda. Los Elegidos están
paralizados de Terror y con el corazón helado de espanto. Contemplan absortos
el Rostro de Pyrena mientras todavía resuena en el aire el último ¡Kâlibur…!
del Hierofante: ¡los Ojos de la Diosa parecen ahora las Puertas de Otro Mundo!
¡un Mundo de Negrura Infinita! ¡un Mundo de Frío Esencial que es la Muerte de
la Vida Tibia! No se puede atravesar esas puertas sin Morir de Terror: ¡pero si
algo las atraviesa, ese algo vive en la
Muerte! Y si algo sobrevive a la Muerte Kâlibur es porque ese algo consiste también en la esencia del
Frío de la Negrura Infinita.
La Muerte Kâlibur fascina
y atrae hacia una Nada que será la Matriz del Propio Ser. Los Elegidos se
precipitan sin dudarlo en la Negrura Infinita de los Ojos de la Diosa. Pero
antes de Atravesar las Puertas de la Muerte alcanzan a percibir, en un instante
de Terror Supremo, que el Bosque Sagrado, se ha transfigurado y rebosa de Vida
manifiesta, de una Vida que subyacía oculta tras la ilusión de la existencia
vívida, de una Vida que en ese momento brotaba obscenamente desde todas las
cosas como un demoníaco Orgasmo de la Naturaleza; y vieron también cómo el
Manzano de Tharsis, animado por demencial Inteligencia, se estremecía de
Diabólica Risa; y vieron la Cabeza de la Diosa, igualmente vitalizada,
resplandecer de una cegadora Luz Blanca que acentuaba aún más la Negrura
Infinita de Sus Ojos. Y al Entrar en la Negrura Infinita, al enfriarse el
corazón y Morir la Vida Tibia, ven por último a la Cabellera de Pyrena
hirviendo de Serpientes: y oyen a las Serpientes silbar las letras del Alfabeto
Sagrado y pronunciar con ellas ininterrumpidamente, los Nombres de todas las
Cosas Creadas. ¡Allí estaba, finalmente descubierto aunque inútil para ellos,
el Más Alto Conocimiento permitido al Animal Hombre, el contenido del Símbolo de la Serpiente!
Pero, ese Conocimiento ya
no interesa a los Elegidos. Algo de ellos ha atravesado las barreras de la
Muerte Kâlibur, algo que no teme a la Muerte, y se ha encontrado con la Verdad
Desnuda que es Sí Mismo. Porque la Negrura Infinita que ofrece la Muerte
Kâlibur de la Diosa Pyrena, en la que toda Luz Creada se apaga sin remedio, es
capaz de Reflejar a ese “algo” que es el Espíritu Increado; y el Reflejo del Espíritu en la Negrura
Infinita de la Muerte Kâlibur es la Verdad Desnuda de Sí Mismo. Frente a la
Negrura Infinita la Vida Creada muere de Terror y el Espíritu se encuentra a Sí
Mismo. Es por eso que si el Elegido, tras el reencuentro, recobra la Vida, será
portador de una Señal de Muerte que dejará su corazón helado para siempre. El
Alma no podrá evitar ser subyugada por la Semilla de Piedra de Sí Mismo que
crece y se desarrolla a sus expensas y trasmuta al Elegido en Iniciado
Hiperbóreo, en Hombre de Piedra, en Guerrero Sabio. Como Hombre de Piedra, el
Elegido resurrecto tendrá un Corazón de Hielo y exhibirá un Valor Absoluto.
Podrá amar sin reservas a la Mujer de Carne pero ésta ya no conseguirá jamás
encender en su corazón el Fuego Caliente de la Pasión Animal. Entonces buscará
en la Mujer de Carne, a Aquella que además de Alma posea Espíritu Increado,
como la Diosa Pyrena, y sea capaz de Revelar, en Su Negrura Infinita, la Verdad
Desnuda de Sí Mismo. A Ella, a la Mujer Kâlibur, la amará con el Fuego Frío de
la Raza Hiperbórea. Y la Mujer Kâlibur le responderá con el A-mort helado de la
Muerte Kâlibur de Pyrena.
Noveno Día
Entre los Elegidos que
afrontaban la Prueba del Fuego Frío podían esperarse tres resultados. En primer
lugar, que algunos no aprobasen la Prueba, es decir, que no hubiesen pasado por
la experiencia efectiva de la Muerte, sea porque el Terror inicial no dio paso
a la Pasión Animal, sea porque el Fuego Caliente no se trocó en Terror, sea
porque el Terror impidió mirar de frente la Negrura Infinita, o sea por cualquier
otro motivo. En segundo término, que otros hubiesen muerto realmente. Y por
último, que algunos de estos hubiesen resucitado. En el primer caso, los
Elegidos serían ejecutados a la siguiente noche de la Prueba del Fuego Frío;
para los Hierofantes tartesios no debería presentarse a la Prueba el que no
estuviese realmente dispuesto a morir; porque de la Prueba nadie debía salir vivo; si se muriese, y se resucitase, el que renaciese no sería quien
murió sino un Hijo de la Muerte,
alguien que portaría una Señal de Muerte y llevaría en Sí a la Muerte: es
decir, el Hijo de la Muerte sería engendrado en la Muerte por Sí Mismo.[18] Quien asistiese a
la Prueba, y no muriese, no merecería vivir: las Mujeres Verdugo de Tartessos
bajarían el hacha de piedra sobre su cuello; lo asesinarían la noche siguiente
de la Prueba, en el Soto de Sauces
consagrado a la Diosa Luna Ioa, a
orillas del Odiel. ¿Qué ocurría con ellos? nadie conocía de cierto cuál sería
su suerte, si realmente morirían para siempre, si resucitarían en otro mundo,
si volverían a reencarnar en vidas futuras o si sus Almas trasmigrarían a otros
seres.
Mas, ¿cuánto duraba la
Prueba del Fuego Frío? Sólo los Hierofantes, y los que habían fracasado, y que
igualmente morirían, lo sabían; sólo ellos habían conservado la conciencia del
tiempo transcurrido. Los que se Reflejaron en la Negrura Infinita, y
encontraron la Verdad Desnuda de Sí Mismo, recibieron también un Reflejo de la
Eternidad: la contemplación de Sí Mismo, que es un Reflejo del Espíritu Eterno,
se experimenta en un instante único,
inabarcable por el Tiempo de la Creación; los Elegidos que encuentran la Muerte
Kâlibur de Pyrena nunca podrán responder a esa pregunta; la experiencia de la
Eternidad es indescriptible. De aquí que a los del segundo grupo, los que
murieron realmente, se los considerase Muy Amados por la Diosa, ya que Ella los
había retenido en la Eternidad. Y se les brindasen los funerales propios de los
Guerreros Sabios: tendrían derecho a ser incinerados con la espada en la mano;
y una urna de madera de Fresno, con sus cenizas, sería luego arrojada al Mar
Occidental.
En el tercer caso, cuando
excepcionalmente algún Elegido regresaba de la Muerte, se lo incorporaba de
inmediato al Colegio de Hierofantes de Tartessos. El hecho constituía un motivo
de festejo en todo el Reino pues el pueblo, que no entendía de sutilezas
esotéricas, intuía infaliblemente que el Hijo de la Muerte significaba un
galardón para la Raza; pese a haber triunfado por Sí Mismo en la Prueba del
Fuego Frío, el nuevo Hierofante sería considerado como el exponente de un
mérito colectivo, de una virtud racial. Pero los Hierofantes antiguos, que
conocían el secreto, acogían igual-mente con alegría al Elegido resurrecto: he
allí, indicaban, un Hombre de Piedra; un Regresado de la Muerte; uno que en la Muerte fue amado con el Fuego
Frío Kâlibur de Pyrena y ahora conserva el Recuerdo de A-mort; uno que ha
sentido, más allá del Amor de la Vida, el A-mort de la Muerte Kâlibur, es
decir, la No-Muerte de la Muerte Kâlibur, y ahora se ha inmortalizado como hijo
de la Muerte. Así lo recibían:
Oh Elegido de
Pyrena,
eras mortal y
el A-mort de una Diosa
te ha liberado
de la Vida.
Por Voluntad
del Creador Uno
de barro
fuiste.
Por Voluntad
de la Muerte Kâlibur
de Piedra
eres.
Oh Hijo de la
Muerte,
el Valor tiene
tu Nombre.
Ya no debes
hablar,
sólo actúa.
Guarda en tu
Corazón de Hielo
el Recuerdo de
A-mort,
mas no
recuerdes.
Sólo
vivénciate a Ti Mismo,
Fuego Frío
Inmortal,
Hombre de
Piedra.
Y, en verdad, el Hombre de
Piedra no hablaría, quizás por muchos años. No lo haría porque estaría ocupado
en vivenciar a Sí Mismo. Porque desde el renacimiento, en el interior de su
corazón, sobre una fibra profunda, ardía la Flama del Fuego Frío: y esa Flama, cuando era percibida, hablaba
con la Voz de Sí Mismo; y sus palabras siempre comenzaban con el Nombre de la
Diosa: Yo soy, Yo soy (Ey, Ey). Al escuchar la Voz de Sí Mismo afirmando
“Yo Soy”, el Hombre de Piedra realmente era,
es decir, tenía existencia absoluta
fuera de la ilusión de los entes materiales, más allá de la Vida y de la
Muerte. Por eso el Hombre de
Piedra Inmortal no hablaría, o hablaría muy poco, en adelante: estaba muy cerca
de la Sabiduría Hiperbórea de los Atlantes blancos y ese saber no podía ser
explicado a los hombres dormidos que amaban a la Vida y temían a la Muerte
Liberadora. Tal vez al final, durante la Batalla Final, él u otros
Hombres de Piedra Inmortales hablasen claramente a los hombres dormidos para
convocarlos a liberarse de las cadenas materiales y luchar por el regreso al
Origen de la Raza Hiperbórea. Mientras tanto, el Hombre de Piedra sólo actuará,
escuchará en silencio la Voz del Fuego Frío y actuará; y su acto expresará el
máximo Valor espiritual: hiciese lo que
hiciese en él, su acto estará fundado en el soporte absoluto de Sí Mismo,
más allá del bien y del mal, y no le afectará ningún juicio o castigo
procedente del Mundo del Engaño. Y ninguna variante del Gran Engaño, ni siquiera el Fuego Caliente de la
Pasión Animal, podrán arrastrarlo otra vez al Sueño de la Vida: Sabio y
Valiente como un Dios, el Hombre de Piedra sólo luchará si es necesario y
aguardará callado la Batalla Final; anhelará el Origen y lo conmoverá la
nostalgia por el A-mort de la Diosa; buscará a su Pareja Original en la Mujer
Kâlibur y, si la encuentra, la amará con el Fuego Frío de Sí Mismo; y Ella lo
abrazará con la Luz Increada de su Espíritu Eterno, que será Negrura Infinita
para el Alma creada.
En este tercer
caso, con seguridad, la Promesa de Pyrena se habría cumplido.
[1] R. Mendieta: El lugar de origen de
los Dioses, aquí indicado como “más allá de las estrellas”, sugiere un plano
que trasciende el universo material, y que posiblemente está más cercano del
concepto de la realidad Hiperdimensional, tal y como se enuncia en el material
Casiopeo
[2] R. Mendieta: Aquí hay una
insinuación del concepto de Mouravieff de las 2 razas originales: Adámicos
(dotados de espíritu) y Pre-Adámicos (desprovistos de espíritu).
[3] R. Mendieta: Correspondencia
clara con el material Casiopeo, en cuanto al orígen Atlante de la Civilización
Egipcia “clásica” y la orientación SAS
de esta, en contraposición a las teorías sinárquicas de Shwaller de
Lubicz y otros, que ven en la civilización clásica egipcia un parangón de
avance espiritual.
[4] R. Mendieta: Posible
correspondencia con el concepto denominado dentro del material Casiopea como
“Nordic Covenant” o Pacto Nórdico.
[5] R. Mendieta: Comparar con la
importancia de la preservacion de los “bloodlines” o linajes sanguineos.
Sabemos, sin ambargo, que algunos linajes deben ser preservados por razones
diferentes a las que se enuncian aquí, porque crean los recptaculos corporales
mas adecuados para la ocupación por parte de los SAS de Orion. Hay tal vez una
peligrosa sugerencia de que la preservación de la “pureza racial” era algo que
tenia motivaciones exclusivamente positivas y espirituales, lo cual
justificaria las posiciones mas recalcitrantes de los proponentes de la
eugenesia racial.
[6] R. Mendieta: Los Dioses Liberadores
aparecen aqui como diametralmente opuestos al concepto del Dios Dominador Yaveh
que siempre juzga y castiga segun los dictados de una ley implacable. Se
sugiere ademas que operan bajo el respeto estricto a la Ley del Libre Albedrío
que proponen los Casiopeos como la mas alta de las directrices en el presente
universo
[7] R. Mendieta: parece haber una
referencia aqui al proceso de polucion del linaje (polluting of the bloodlines)
que se menciona dentro del material Casiopeo.
[8] R. Mendieta: Ver “The Gods of Eden”
de Wiiliam Bramley, donde el autor propone que la Hermandad de la Serpiente
original (“Brotherhood of the Serpent”) fue posteriormente pervertida para
convertirse en un instrumento al servicio de la agenda del Dios Dominador
Yaveh.
[9] R. Mendieta: Ver dentro del
material Casiopeo referencia a la contraposicion entre las sociedades pastorals
y las sociedades agricolas (el mito de Cain y Abel), y como las ultimas
instituyen el concepto de “posesion” de la tierra.
[10] R. Mendieta: Hay aqui una poderosa
explicacion de la psicologia de dominacion de la llamada Jerarquia de los SAS
(STS hierarchy) y su estrategia de instauración del estado de sueño que LKJ
explica dentro del marco de la parabola del Hijo Prodigo como el estado en el
que los hombres se sienten a sus anchas dentro del Pais Lejano ignorando su
condicion de desterrados.
[11] R. Mendieta: El material
Casiopeo propone una explicación alternativa para la falta de evidencias
arqueológicas en los sitios megalíticos: que los pueblos que ocupabans estos
sitios obtenían todo lo que necesitaban por intermedio de los monumentos
megalíticos mismos. Ver “The Grail Series”.
[12] R. Mendieta: ¿Podría ser esta
la explicación de que algunos autocalificados “Buscadores de la Verdad” se
sientan, por un lado alienados de la presente civilización materialista, y por
otro, impelidos por una indefinida fuerza interna a restablecer vínculos
vitales con un “hogar” original, que solamente se intuye como largamente
perdido y dolorosamente añorado, si bien reconocen carecer de detalles que les
orienten hacia el camino de vuelta? Esta indefinible fuerza interna podría
tener su origne en esa “misión” desconocida a nivel consciente , pero aceptada
a nivel inconsciente (“plasmada en la sangre familiar”).
[13] R. Mendieta: Ibn al-‘Arabi
indica que los caminos de retorno a Allah son múltiples y variados, a través de
cualquiera de los “rostros” (¿arquetipos’) de Dios. Que a través de cualquiera
de los rostros de Dios se puede acceder a la realidad increada, o según su
propia terminología, al mundo “imaginal” (referirse al concepto de “mundus
imaginalis” en la Introducción de “The Sufi Path of Knowledge”)
[14] R. Mendieta: Correlacionar
con el concepto expresado por Fulcaneli de que la verdadera alquimia no es la
transformación física de los metales sino la transformación espiritual del
alquimista.
[15] R. Mendieta: Ver referencias
dentro del material Casiopeo a la tecnologpía de manipulación de sonidos por
parte de los pueblos constructores de los círculos de piedra (en motor de
Search en Transcripciones utilizar palabras “Stonehenge” y “sound” o “tonal”
como clave).
[16] R. Mendieta: referirse al
concepto Casiopeo de los “Enforcers” o Ejecutores.
[17] R. Mendieta: Externamente, todo el
proceso relatado tiene la apriencia de una transmutacion alquimica, pero no se
puede evitar pensar en ello como algo diametralmente diferente, como el caso de
un Portal Organico que experimenta una fijacion astral parasitaria (“spirit
attachment”).
[18] R. Mendieta: ¿Deberá entenderse
aquí el Sí Mismo como el Yo Superior (“the Higher Self”)? De cualquier manera,
es altamente sospechosa la propuesta de que esta transmutación se consiga a
través de un ritual, con lo que parece contradecirse de plano todo el
planteamiento anterior de que el scenso hacia la verdadera sabiduría es algo
que no guarda relación alguna con el abrazar diversos cultos o practicar
diversos rituales.